Siempre añoramos la playa. Lo hicimos, en pasado, durante el encierro por la COVID-19, privados benevolentemente de los placeres de la costa, sus monumentales chiringuitos, su efervescente parsimonia, su sensualidad, propia y ajena; y lo hacemos en presente, ahora, a cada momento, pues su infinitud diluye el pensamiento cuadrangular de la acelerada contemporaneidad, que la brisa y el salitre corroen fácilmente. La playa, dice Alan Pauls, por neutra y homogénea, es territorio «libre de imágenes». En oposición al detalle extremo del paisaje montañoso, la playa mantiene un voto de castidad icónica por el cual permite imaginar pero no acoge imágenes. Es «reacia a cualquier impulso de figurar pero a la vez increíblemente fértil a la hora de inspirar figuraciones», añade en ‘La vida descalzo’. Algo de ambas cosas, de crear la imagen y de habitarla, tiene ‘BioShock Infinite’, un videojuego –porque si algo puede ser y no ser de esa manera, consumar una acción y su contraria, es un videojuego– publicado en el año 2013 para dar la puntilla a la franquicia firmada por el estudio Irrational Games, en su momento un revulsivo para la narración interactiva.
La playa de esta tercera iteración de ‘BioShock’ llega, muy elocuentemente, sin desearlo. Por colisión, y relativo naufragio, que desde ‘Robinson Crusoe’ hasta ‘Perdidos’ parece ser la única manera de llegar a una playa. A una simulada, al menos. Lo inquietante de la playa-simulacro del videojuego, lo que pone la atinada digresión de Pauls frente a un incómodo espejo, es que podemos pasearla, no como espectadores pasivos bañados por la luz de una pantalla, grande o pequeña, en el mejor de los casos montados a lomos de un inmersivo narrador-cámara, sino como nosotros mismos. Pasearla de verdad. Empujar una palanca y mover un piececito y después el otro y casi sentir la arena, las algas secas como el esparto y las dichosas colillas deslizarse entre los dedos. Después de dos horas y media de disparos más o menos arbitrarios (si bien es cierto que escenificados en pasarelas costumbristas regadas de flores y frutas y viandantes que juegan con una boca de incendios escacharrada o charlan sobre el tiempo y se apresuran para llegar a la feria del pueblo), uno se estrella en la arena y hace, dice o siente lo que haga falta para no tener que salir de ella.
Recuerdo este juego como una experiencia iluminadora, pese a que el tiempo pudiera haber desactivado su dispositivo, que entonces me pareció agudo y complejo en el marco de mi relación con el medio, calenturienta pero nunca formal, y mi aún más escuálida pericia a los botones. Es cierto que la mirada tramposa de la retrospección hace a ‘BioShock Infinite’ encogerse y tiritar en cuanto se abate sobre su imaginario la alargada sombra del carismático Andrew Ryan y su Rapture, la ciudad bajo el agua en la que se ubican las dos primeras entregas de la saga. Pero el último título de la terna tiene un alma, y el jugador, en la piel de Booker DeWitt, un desabrido buscavidas que aterriza en una urbe que flota en el cielo para dar con el paradero de una tal Elizabeth y cobrar la recompensa por su captura, se da de morros contra ella. Durante una escapada junto a la chica a bordo de un fascinante sistema de transporte sobre raíles, epítome del avituallamiento steampunk (un retrofuturismo con la revolución industrial del vapor como eje estético) que viste todo el juego y va ceñido a la cintura a nuestro tema, Booker cae al vacío. Cuando abre los ojos, y solo segundos antes de desmayarse de nuevo, ve a Elizabeth frente a una masa de agua. El que despierta después no es el personaje, sino el jugador embutido en su pellejo. En cuanto pongo un pie en la playa sé que el que arrastra los zapatos por la arena ya no es Booker DeWitt, sino yo.
Lo primero que veo son dos gaviotas sobre la arena mojada. Al fondo, uno de los islotes flotantes que conforman la ciudad de Columbia me recuerda que lo que piso no es una playa, sino un remedo. Una reconstrucción. Y sin embargo, todo lo que debería estar está. Al girarme me topo con una pareja de bañistas que mira el horizonte, sentados en el lodo como dos alemanes en las aguas someras del Mar Menor, descollando por encima de las olitas. Me ocurre lo mismo que a mi llegada a Columbia: la gente me mira al pasar. Ya me han tendido una emboscada antes (al grito de «falso pastor»), así que tengo razones para desconfiar de los vigilantes usuarios del espacio. Las convenciones narrativas del videojuego me invitan a pensar que cualquier conversación con un extraño puede desembocar en catástrofe, en un combate aleatorio o una secuencia cinemática que me arrebate el control de la situación. Pero cuando me aproximo al siguiente par de cuerpos que se ponen trigueños al sol, me toman por un curda y me invitan a largarme. Otro turista sedente me advierte de que si estoy intentando venderle algo, no le interesa. La neblina de la deformación ¿profesional? empieza a disiparse, y casi creo que el lugar por el merodeo durante tres, cinco, diez, veinte minutos, pudiera ser real.
¿Qué es una playa, a todo esto? La de ‘BioShock Infinite’ cumple con el que podría considerarse el primer mandamiento playero, esto es, la coincidencia en el espacio de arena y agua, por mucho que esta se produzca en plena levitación. La de aquí es una playa mantenida, a la que se suministra la esencia a través de una fuente que brota de una abertura en un edificio contiguo y que a la vez la va perdiendo mientras chorrea por el borde del islote y se derrama sobre, no sé, el estado de Arizona. El panorama es el habitual en una playa, trufado de sombrillas y pérgolas bajo las que se refugian los bañistas. Algunos vienen en parejas, otros traen una toalla grande como esperando que un extraño se les una. Hay incluso una caseta para un invisible socorrista y críos que juegan a meter arena en un par de cubos verdes. Resulta un lugar recreativo, de postal, que capitaliza la atención de sus improvisados espectadores en el atardecer que se filtra entre unas nubes como bolas de helado. «Fuerza a través del ocio», reza un cartel clavado frente a una noria lejana. Columbia parece estar especialmente viva justo en este momento, en esta minúscula fotografía. La playa, colocada en un recinto de unos 100 metros de perímetro, se extiende a los pies de una plataforma llena de paseantes y curiosos que se posan a admirar la estampa. Y no es difícil compartir su obsesión. Nosotros, como jugadores, de paso en la diégesis del videojuego, en algún momento tendremos que recoger los bártulos, sacudir las sandalias y continuar con el periplo, una «aventura de acción y disparos», dicen las reseñas, pero ellos se quedarán aquí para siempre. Agoniza entonces la tesis de obras como ‘Tron’ (1982), de Steven Lisberger, producto de un empapamiento temprano en la cultura de los epígrafes del neoliberalismo pero aún esclava de una imaginación sci-fi inocente: que las máquinas querrían ser como nosotros. Entes digitales como el Programa de Control Maestro anhelarían alcanzar el ser, afanarnos las riendas. En una línea de pensamiento más acorde con la decepcionante contemporaneidad, la playa-simulacro de ‘BioShock Infinite’ anima a postular lo opuesto: con la inteligencia artificial como horizonte evolutivo autoimpuesto, desearíamos ser programas, NPCs. Renunciar al privilegio del protagonismo para depurar la experiencia hasta convertirla en simple contemplación. Disfrutar de la playa y que salve el mundo otro.
Está apoplejía sensitiva, quizás una suerte de síndrome de Stendhal, de nuevo contradice y refrenda, anula y no, la teoría de Pauls. La playa no puede figurar, pero inspira las mejores figuraciones. El motivo es definitivamente promiscuo en los medios, desde la laguna en la que se refresca el chicuelo cabezón de ‘Un baño en Asnieres’, de Seurat, hasta la irrespirable explanada de la que Zampanò arranca a Gelsomina en ‘La Strada’, de Fellini. Entre dunas, hamacas y burbujas puede ocurrir cualquier cosa. Puede gestarse un cosmos entero, como en ‘El señor de las moscas’, donde un colorido espectro de probables organizaciones sociales y políticas emerge solo con tomar una u otra postura respecto del cacho de arena que sirve de hogar. Y puede ocurrir todo lo contrario: que de la playa solo se vaya a peor. Que se desconozca más y más de uno mismo y lo que lo rodea a medida que los pies se alejan de la siempre predecible, inmutable y rectilínea playa, véase ‘Perdidos’ (bis). La relación de ‘BioShock Infinite’ con este paisaje es aún más profunda, pues su comparecencia como forma de entretenimiento predilecta (quizás la única, pues no se sugieren muchas más alternativas a esta o la toma de vigorizadores) de la sociedad industrial finisecular que es Columbia, gobernada por la fiebre del progreso técnico y la figura del inventor, no hace sino subrayar el crucial parentesco entre la modernidad y la playa.
La teórica Fiona Handyside reivindica entre la enumeración de las cualidades que se suponen modernas la cabida de otros espacios que no sean la ciudad. La playa, así como la urbe, es móvil, libertina, desatada, cambiante. Produce nuevos tipos de cuerpos, permite la creación de sentidos antes inimaginables y, ante todo, cumple las paradójicas condiciones que obliga la declaración de un proceso de modernización: el cambio solo ha ocurrido una vez, y solo te ha ocurrido a ti. Es incluso un lugar nuevo, como la explosiva ciudad del siglo XIX, al menos en lo tocante a la experiencia. El desarrollo industrial y sus consecuencias para los grupos poblaciones transformaron el paisaje de la playa de varias maneras: por un lado, los avances tecnológicos despejaron el espacio arenoso de las actividades más engorrosas, como la pesca, concentrándolas en puertos más eficientes; por otro, la evolución de las formas de transporte permitió el acceso de las masas ociosas a lugares antes lejanos; y en último lugar, la creación de una sociedad industrial, primera parada de un largo viaje hacia la regulación del empleo, propició la condensación del tiempo libre. La playa es un entretenimiento moderno, y la de ‘BioShock Infinite’, con sus engranajes, sus rodamientos, sus turbinas y sus chimeneas, una modernidad en chanclas.
(Fuente: Irrational Games/2K Games)
Según argumenta Handyside, la playa –junto con el cine, la otra gran explosión de entretenimiento decimonónico– proporciona una respuesta compleja a lo que el progreso demanda de la población, solidificando los cambios traídos por la modernidad a los espacios y tiempos de la vida diaria, y proveyendo al mismo tiempo de formas de resistencia y alivio ante el énfasis en el valor y la productividad de ese mismo progreso. Los kinetoscopios diseminados por toda Columbia, de los que el diseño de Irrational Games se sirve para abrir sutiles analepsis que nos pongan en antecedentes sobre la matrix Comstock (apellido del líder de la colonia), funcionan en un sentido similar: son productos de invención, maravillas de la ingeniería y pruebas fehacientes del triunfo del intelecto, pero también objetos premodernos, colgando del borde del peñón que acabaría de conquistar el cinematógrafo, este sí, garante de una verdadera metamorfosis en el consumo masivo de cultura. El retrato de ‘BioShock Infinite’ es más complejo de lo aparente. Reniega, por ejemplo, de simplistas nociones teleológicas de progreso. Su fresco es el de una falla, una grieta poliédrica que solo existe en su propia ruptura y se cierra tan pronto como se abre.
La playa, prosigue Handyside, “es al tiempo un espacio visual y táctil, que reúne nuevas visiones y nuevas sensaciones y ofrece una nueva forma de pensar las complejas imbricaciones del cine, la modernidad y el espacio”. Es cierto que Columbia no produce cuerpos en todo el juego como los de esta playa. Algunos de sus condicionantes (cuerpos ociosos, cuerpos primitivos, cuerpos sexuales) solo se sugieren sobre la arena de este recinto; y otros, si bien vertebran la trama en una capa de significado más profunda (cuerpos privilegiados, cuerpos obreros, cuerpos afroamericanos, cuerpos chinos), se determinan aquí con mayor estruendo. En un esfuerzo por ignorar a Elizabeth lo máximo posible –pues el reencuentro con ella, lo sé porque ya he jugado este segmento, detonará una frustrante cinemática–, me cruzo con una mujer diminuta tumbada sobre una toalla azul para dos. Al preguntarle por Elizabeth me dice que no ha visto pasar a nadie, y apostilla que no tiene acompañante. «Por si te interesa pasar el rato». (Cesare Pavese: «Se habla con extraña cautela cuando se está semidesnudo».) Siento cómo cede otro remache, esta vez el de la naturaleza de rolear y las limitaciones del medio (con todo, a años luz de ventaja de otros soportes como artilugio narrativo). Me irrita no disponer de un botón para sentarme junto a la chica, estrujada dentro de un bañador dorado de dos piezas. Abandonar a Elizabeth a su suerte, pues ni su guerra ni la de Booker ni la del estudio son la mía; dar plantón a quienes me ofrecieron una recompensa por el encargo y quedarme aquí. A Booker DeWitt le interesará descubrir qué está pasando, de dónde salió la misteriosa marca que surca su mano o por qué quieren matarlo, pero a mí, la verdad, me da igual. A mí me interesa la brisa que arrastra los pusilánimes granos de arena hacia el sur.
Este espacio conjuga aspectos contradictorios del ser moderno: el estilo de vida acelerado y el simultáneo e irreprimible deseo de detenerlo. Planteó el filósofo Georg Simmel en plena modernización de Occidente que, irónicamente, los autores más idolatrados por los cosmopolitas siempre son los individualistas rabiosos, aquellos que, como Nietzsche, veían al diablo en la existencia cuadriculada de la urbe. Siguiendo su argumentario, las personalidades animalescas no tienen cabida en la ciudad. No hay que resultar necesariamente pervertido o marginal, basta con ser impulsivo, irracional o apasionado en exceso. Nuestra catatonia como jugadores conecta en cierto modo con la antipatía, la pasividad y la saturación de los sentidos que, según Simmel, exige la vida en la metrópolis, es decir, la vida moderna; una actitud blasé que no es estricta estupidez, sino el resultado de una compulsiva persecución del placer y exposición a estímulos que acaba friendo los circuitos del sujeto. En esto, en la playa como refugio primitivo de las aristas más brutas de la personalidad, y a la vez hilo musical del bombardeo sensorial de la ciudad moderna, me hace pensar un magnetófono abandonado sobre la arena, en la pequeña región de sombra que permite el paseo elevado (un voxáfono, lo llaman aquí). La cinta, grabada por un atormentado biógrafo del líder Comstock, recala en la problemática reconstrucción del pasado para aquellos que no lo han conocido.
¿Quién diseñó este lugar?, me pregunto ahora. ¿Fue alguien que ya había visto antes una playa de verdad? ¿Se basó en recuerdos de una playa concreta? El esquema es universal, sí, pero esta playa se ha moldeado a imagen y semejanza de otra, o de muchas otras. ¿Se parece a la cala argelina donde el arquitecto pasó unas inolvidables vacaciones de infancia? ¿O a la bahía de West Egg descrita en ‘El gran Gatsby’, que el susodicho leyó con obsesión en su juventud e imagina de esta guisa, aunque nunca la ha visto realmente? ¿Y qué hay de los niños, demasiado jóvenes para haber nacido fuera de Columbia? Quizá no sepan qué es una playa. O puede que esto sea para ellos la realidad asignada a la palabra playa. ¿Qué pensarán al ver la bahía de Santa Mónica grabada en alguno de los kinetoscopios que les proporcionan información del mundo exterior? ¿Cómo nombrarán ese paisaje monstruoso que se parece tanto pero no del todo a lo que, ellos lo saben a ciencia cierta, es una playa? Si la costa es un espacio animal, ese carácter se potencia cuando somos cachorros. Los recuerdos de playa huelen más a sal y vienen más mojados cuando son, además, de infancia. Rememora Manuel Vicent en ‘El País’: «En aquellos tiempos de la dictadura solo el mar era la libertad. Recuerdas aquella mañana en la playa en que sonaba el campanil del oratorio llamando a los feligreses a misa. Fue la vez en que decidiste que el mar, entonces tan limpio, tan azul, también era un dios verdadero con aroma a salitre y abrazarse a él bajo la luz del mediodía era un acto más religioso que arrodillarse ante un confesor que te amenazaba con el infierno en medio de la gloria del verano».
La playa de Columbia se despide como un lugar de consumo, toda vez que la pasarela de salida no va a parar a la calle, sino que exige cruzar unos tornos que desembocan en una tienda de regalos. También es un espacio de clase, aprendo al oír a un par de haraganes mascullar algo sobre no tener que compartir la arena con la morralla que trabaja en la fábrica de Finkton, o cuando un grupo de mujeres me espeta que es una pena que no lleve puesto un buen bañador; y un espacio de raza, pues una vez se claudica ante el peaje de los souvenirs una puerta señala los aseos adecuados «para gente de color e irlandeses». Hay hombres negros sirviendo refrescos, fregando letrinas o arreglando las máquinas del salón recreativo que corona el recinto, pero ninguno dedica su tarde a absorber con esmero los rayos de sol. ‘BioShock Infinite’ se asegura finalmente de recordarme que su playa es un lugar-no-lugar, una simulación, como pavoneándose del regate erigido en torno a la reflexión de Alan Pauls. En los barriles que descansan junto a un carromato que se hunde en la planicie hay piña y manzana, pero también me topo con cestas de picnic repletas de munición de ametralladora y sales vigorizantes, que potencian las habilidades en batalla. Me cuesta imaginar a un solo jugador que, ante esta coacción tan burda, no lanzara el mando por la ventana y se reclinara en el asiento a gozar del paisaje, decidido a no dar ni un paso más en la dirección de la trama. Por haber, hay incluso tres tablas de surf apoyadas en una valla, pese a que en la playa de Columbia no hay grandes corrientes ni parece haberlas habido nunca. Otros objetos intrusos se entrometen con sutileza, lo que casi resulta más fastidioso. Cuando me acerco a un grupo de gaviotas que devoran una bolsa de cacahuetes junto al mar y salen espantadas descubro que puedo comerme el contenido restante en el paquete y ganar algo de salud. El aumento en la barra de vitalidad no es especialmente significativo, así que el gesto parece más bien un guiño de los diseñadores, un desaire de Dios recordándome cuán capaz es de someter mi placentera experiencia a las mecánicas del juego. En el pasadizo que une los dos segmentos que conforman la playa hay abandonado un carricoche en cuyo interior se esconde una caja con balas de revólver. Marcho rabiando hacia el deber.
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Elizabeth aguarda en un pequeño espigón de madera blanca asaetado por unos cuantos blasones, junto al cual flota boca abajo una sombrilla que debe de haber salido despedida. Un grupo de músicos –no el inmaculado cuarteto vocal que te avasalla al comienzo del juego, sino una suerte de banda callejera– entona apiñado sobre los tablones una melodía animada. Hay violines, una pianola y un acordeón. Algunos bañistas hacen un corrillo alrededor de Elizabeth, que danza como una peonza. La chica, al advertir la presencia del protagonista, lo invita a bailar y Booker, siempre falsa e impostadamente hirsuto, rechista: «Yo no bailo». Pues yo sí.