Este artículo es el primero de una serie de dos, que intenta entender los mecanismos detrás de la novena película del director, ‘Érase una vez… en Hollywood’.
El cine no es nada sin la recepción, solo una acumulación de formas y virguerías vacuas que no atinan a ninguna diana. Y cuando se trata de una película-acontecimiento tan nostradamusiana como ‘Érase una vez… en Hollywood’, la novena y penúltima cinta de Quentin Tarantino (temblad cuando se estrene la décima), la respuesta del público no solo es masiva: también está llena de significado y es rica en pistas gnoseológicas que nos ayuden a abarcar, si es que se puede, un fenómeno de su calibre.
¿Qué dijo Boyero? El tío, nos guste o no, es una institución. No solo eso, es el cronista de la villa del cine español. En la grafía de sus textos y la viruela de sus mejillas está grabada la historia de las pantallas españolas. Para el druida, esta última ha sido una película aburrida y sin ritmo del que considera «el mejor dialoguista moderno». Algo pasa, entonces. La película no juega a la pose conductista de diálogos interminables y jeroglíficos en la que normalmente (tampoco tantas veces como creemos) se gusta Tarantino. Y si la película no se mueve en el tiempo, en el discurrir de las palabras, entonces debe pasearse en el espacio.
Como una de esas maravillosas cintas mudas-musicales de los años 20, las sinofonías urbanas, Tarantino no escribe una novela esta vez; en cierto modo, todo lo contrario: hace una foto. Una foto del Hollywood de 1969, su Hollywood. La Los Ángeles de su infancia, en la que creció (por la que no correteó en sus juegos de niño, porque el plano urbanístico de esa ciudad infernal es más adecuado para caballos salvajes que para humanos), donde suenan Los Bravos y se escucha la KHJ. Donde la vida nocturna fluye de las butacas del Pantages Theatre y el Pacific Cinerama a los «cines de pelis guarras»; y donde el western, un género-patrimonio con una conexión antropológica con el pueblo americano, está siendo renovado por directores europeos. Por ahí pululan los dos protagonistas, un actor de esos viejos westerns venido a menos (que, para la industria de la época y para Tarantino, equivale a «que trabaja en la tele») y su doble de acción, animales en peligro de extinción en una Meca del cine que empieza a carraspear para, a lo largo de la década siguiente, escupir a las crepusculares celebs del caduco sistema de estudios y empezar a abrazar a directores polacos, géneros marginales y rock cacharrero.
Ese es el lugar: no Hollywood, sino su Hollywood. Donde viven viejos cowboys, despampanantes actrices primerizas, hippies y ese puñado repugnante de nazis con pinta de hippies que era la Familia de Charles Manson. Pero no existen mujeres poderosas (en puestos de poder; la conexión Margot Robbie-público también es potente, pero hablaremos de eso en otra ocasión); tampoco negros, protestas políticas que se extiendan durante más de una frase o activistas nativos americanos. La contracultura de los 60 es lo más revolucionario (¿lo único?) que ha ocurrido en EEUU en todo el siglo XX, pero en esta película se queda fuera.
El objetivo, entonces, se posa única y exclusivamente sobre la LA que al realizador de Knoxville interesa: la del cine. Como documento, su novena película es tan buena y no mucho más sesgada que algunos manuales de historia. Una dimensión del estrellato de la época como algo simbiótico con el personaje, por ejemplo, es inteligentísimamente apuntado en las líneas de Al Pacino sobre los actores que hacen de villanos (derrotados), que casi parecen escritas como dardos a las cláusulas que Jason Statham, Dwayne Johnson y Vin Diesel incluyen en sus contratos de Fast & Furious, según las cuales sus personajes no pueden perder peleas. También se reproducen dinámicas industriales y se filtran por un rasero personal (pero con autoridad en tanto cinéfago y enfermizamente documentado) que deja entrever el funcionamiento del cine pop de los 60 a través de esa fantástica escena con Bruce Lee. Contra el corte, por cierto, ha marchado la hija del luchador y actor. Esa es la verdadera y temible capacidad de las proposiciones de Tarantino en su película, la de reescribir la historia.
Tarantino es un hombre blanco, del sur de Estados Unidos, con una recatada implicación en el caso Weinstein y con fama de ser más conservador que comprometido. En su intención de ‘reparar’ el daño hecho a los buenos, como una suerte de justiciero de cómic (Tarantino definitivamente es Batman armado con una Panavision), el director no duda en tirar de fábula. De mentira moralista, vaya. Al distribuir el relato en los compases de un cuento de Samaniego con final horrendo pero igual de aleccionador, Tarantino ha generado ese ritmo tan peculiar para una película de casi tres horas que varios críticos, tras el pase previo en Cannes, estaban convencidos de que sería editada y reordenada antes de llegar a los cines. El deambular enigmático por carreteras infinitas o cortadas (en la secuencia del rancho Spahn, propio de cinta de terror) hasta la última media hora, que a algunos nos ha cautivado, es seguramente lo que genera la repulsión de los que asisten al cine en busca de la brusquedad habitual del director.
Este retruque moralista del que hablaba llega en esos treinta minutos finales. A la cola de la que es, probablemente, la película del director más pesada y etérea en su tramo central, la resolución del texto alcanza al espectador con la exhibición de violencia más brutal y espantosamente reaccionaria de su filmografía. En ese destino manifiesto vicioso como policía histórico de su ciudad (¡nadie asesina a ídolos cinematográficos durante mi guardia!), que el ángel Gabriel debió encomendar a un Quentin en duermevela en una noche lluviosa de abril, está la clave para comprender qué hace el director de la barbilla puntiaguda aquí. Si no, poco sentido tiene tanto énfasis en los Mansonianos.
La cinta extrae de los poderes de la ficción una capacidad de impugnar la realidad, en palabras de Carlos F. Heredero; de cambiar lo que no le gusta, de tomarse la revancha y dar su merecido a los malos. Lo mismo hizo con ‘Malditos bastardos’, en ese kino der toten en el que hizo carbonilla a toda la alta cúpula nazi mientras agujereaba a Hitler ya gelatinoso con un rifle de asalto. O con ‘Django desencadenado’, sobre la que el mismo director dijo que ponía solución a esa irregularidad que considera «esa mierda» de escena de ‘Roots’, la serie de Kunta Kinte, en la que un negro renunciaba a devolver los latigazos a un blanco porque con eso no sería distinto a su opresor. Tarantino reaccionó, agitado, con un fervoroso y futbolístico “Whip his ass!!!”.
Y se llega así, no ensoñiscado pero sí con dos horas y cuarto de película en los ojos y un cubo grande de palomitas en el estómago, a la secuencia de marras. Los matones de Charles Manson, que se dirigían a la casa de los Polanski, acaban en la de nuestros dos protagonistas, sus vecinos. Uno de ellos, puesto hasta el culo de LSD y armado con su entrenamiento de antiguo especialista y su diabólico perro, masacra, deforma y pulveriza de las formas más nauseabundas imaginables a los asaltantes, que debían estar apuñalando a un par de estrellas y no perdiendo testículos, ojos y manos. El otro, que bebía margaritas en la piscina mientras repasaba el texto de su nuevo papel, prende fuego a la tercera asesina con un lanzallamas. Al otro lado de la finca, cuatro figuras del mundillo lían porros, ven la tele y menean las caderas. Entre ellos, una mujer. Una mujer que debía morir y no lo hizo.
Continuará en la segunda parte de ‘Las fantasías de Tarantino’.