Con tantas leyes y tantas normativas que hay para todo, a este paso vamos a tener que leernos algún tocho de Derecho para sobrevivir sin terminar en presidio. Yo soy muy fan de cumplir con las leyes vigentes y hasta con las que ya ni existen, por si acaso. Pero es que entre las de circulación, las de pagar a Hacienda y las de ortografía ya me doy por contenta. Y digo yo:
-¿Si todos nos supiéramos el código penal, civil o los que sean de pe a pa, entonces, qué pintaría tanto abogado encorbatado por el mundo? ¿O a ver de qué puñetas iban a comer los jueces si a todos nos da por ser ciudadanos responsables e intachables?
Lo cierto es que yo no tengo ningún interés en sentarme en el banquillo, ni de culpable ni de absuelta, que yo me lo paso mucho mejor sentada en las terracitas tomándomelas con mis amigos. Pero eso, si algún señor letrado de esos de toga y puñetas quiere algo de mí y me busca, me va a encontrar, pero mejor que me busque de parranda y a mi aire y mientras, que enchirone a otra, que yo soy muy legal para mis cosillas.
Sí, lo reconozco, en mi casa hay un armario nada más que para zapatos, pero ¿acaso eso es un delito? Quizá un poco de síndrome de Diógenes entaconado tengo, pero es que ni quiero ni puedo resistirme, así que si te dan tentaciones de hacerme un regalo, ahí tienes una buena pista… ¡que yo me dejo regalar!
Yo no sé qué es peor, si el armario de los zapatos o el mueble de los papeles. Toda una vida resumida en facturas, letras, escrituras, seguros de coche, documentos inclasificables, sentencias… ¡sentencias de qué!
-Y ese, ¿es tu marido?- le pregunta una amiga nueva a mi mejor amiga.
¡Quién ha osado proferir esa palabra en mi presencia! Hay momentos en los que decir marido produce sarpullido o pronunciar esposa activa las alergias. Pero es que claro, aquello de la parienta, como que suena mucho peor… Y entonces, yo le miro, le repaso de arriba abajo y me pregunto:
-Un marido… ¿y eso qué es lo que es?
-Pues es ese ser al que cada mañana le dices: ¡Buenos días! O ese personaje al que llamas para que se pase por el supermercado antes de que llegue a casa porque no quedan yogures. También es uno al que ya hace mucho no le mandas whatsApp picantes porque te los reservas para el grupo cañero.
Pues ante este planteamiento, lo cierto es que yo no sé muy bien si este es o no es un marido con todas las de la ley.
-Nena, un marido es ese que elegiste, te lo merendaste y lo enredaste hasta que firmó en la vicaría, en el juzgado y hasta en la hipoteca… ¡Adivina a ver cuál de esas tres firmas durará más!
La cosa es que los maridos también son los que te calientan los pies sin rechistar, aunque se les quede el trasero colindando con Alaska. También es el que nunca se acuerda del día del aniversario de boda, pero es capaz de adivinar si tienes los ojos abiertos en mitad de la noche sin encender la luz. Y desde luego, no hay nada como ser marido para distinguir el día en que estoy fatal y encima la tomo con él, pero en cambio, es incapaz de echarme una bronca porque sabe que un día malo lo tiene cualquiera, y su mujercita, también.
-Pues yo a este no le he hecho firmar nada. Y sin pedírselo me hace todas esas cosas y muchas más que no te cuento…
-Tú lo que tienes es un simpapeles.
Pues sí, mi nueva amiga tiene razón, no hay como tener un marido ilegal. Me encanta la idea, ¡un esposo sin papeles! Un espalda mojada del amor. ¡Un indocumentado sentimental!
-Decidido, prefiero un marido simpapeles en mi cama que un exmarido con papeles enredando en mi vida, ¡dónde va a parar!
Hubo un tiempo en el que, ilusa de mí, me creía que lo que estaba por escrito era más de fiar que un apretón de manos y mucho más que un acuerdo verbal. ¡Pero qué equivocada estaba! El papel se lo lleva el viento, el agua lo moja y el fuego lo quema. O peor, ¡acaba ahí almacenado en mi cajón de los documentos! Pero que me diga alguien si cada apretón de manos, de cintura, de abrazo o de corazón dándome tu amor, no vale más que todos esos legajos que tengo abandonados y olvidados. Que venga un juez a decirme que no hay mayor compromiso que tu palabra con la mía o tu mirada contra la mía. Y entonces, y solo entonces, nada es comparable como sentirnos indocumentadamente casados. ¡Qué sabrán de sentimientos los dichosos papeles!