El Papa prohíbe tener las cenizas en casa. Tampoco autoriza la dispersión de las mismas a los cuatro vientos.
El enterramiento de los cuerpos en cementerios y otros lugares sagrados, “es la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección”.
Pero al mismo tiempo no encuentra “razones doctrinales” para rechazar la cremación, y sigue argumentando “porque no toca el alma, solo el cuerpo es combustible y por tanto, no impide a Dios resucitarlo”.
Amanece, y el sol rompe la tela que envuelve las nubes, dirigiendo sus luminosos rayos sobre el yacer de mi fosa.
Pronto descubro que no tengo tumba, ni epitáfica losa,
siento perdida mi identidad, siento que soy polvo etéreo,
sin nombre, ni fecha de nacimiento ni fallecimiento.
Olvidado quedo.
No escribí un libro, ni grabé un disco,
tampoco fui político.
¿Qué soy, dónde estoy,
dónde llorar, dónde flores llevar,
quién volverá a preguntar por
mí o, a caso cómo murió,
quién soy y cómo y dónde ocurrió?
Búsqueme Santo Padre, donde estoy, donde pude haber ido,
mi familia espera su oración , mi alma sigue intacta y
esperan resucitar mi cuerpo.
Salves de difuntos entonan las campanas de auroros,
alterando mi reposo y un Padre Nuestro para reparar el mal hecho.
Enterrado, quemado, represaliado, sepultado y amontonado
en cualquier cuneta o quizás en un osario de un fastuoso santuario
donde no me corresponde y donde no quiero estar.
Y todo ello, por no comulgar con las ideas doctrinales del lugar.
Ahora en el olvido,
surge la memoria histórica de igualdad y
quizás volver al hogar y recuperar mi identidad.
Pero nunca, nunca recuperar lo que pude ser y haber vivido.
Murcia, 29 octubre 2016