Ya despierto del frío letargo y me traslado a lugares donde mis ojos pueden navegar.
Allí donde un baño matutino pone en movimiento mis aletargados músculos.
Un lugar donde la puesta de sol es cada día un espectáculo en colores,
aún cuando tú no lo notes.
Trinos de gaviotas en busca de su prole, golondrinas a la caza del mosquito: su manjar favorito.
De pronto, la temperatura cambia y los efectos marinos
amenazan tsunami, con rayos y truenos en el mar.
Miré por la ventana y… ¡tormenta de verano!
Vi tu figura reclamando ayuda.
Con tus largas alas te posaste en el espigón de poniente.
Buscabas tu fiel pareja. Cuarenta años unidos.
Pero anidarás un único descendiente.
Tu torpe, pero rítmico aleteo, te delatan.
Primero y único en el nido que tu madre dejó en el olvido.
Mientras, tu madre volaba para salvarte cruzando mares y océanos empujada por corrientes monzónicas.
Pero comiste del plástico que la mar te servía creyendo ser un calamar.
Repitiendo la fatalidad medio ambiental:
la muerte por ingestión de un bello ejemplar en vías de extinción.
Y así sólo quedaste, sin poder volar ni conocer otros lugares donde practicar tu dinámico y prolongado vuelo.
Tu final quizás sea de aburrimiento, varado en tierra como ave de corral que no hace más que engordar.
Como a más de uno le gustaría volar y ausentarse de esta apatía que el tiempo consume.
Murcia, 11 agosto 2017