Desde hace algún tiempo me siento atraído por los santuarios. A pesar de tantas vueltas que por el mundo he dado, he querido satisfacer mi curiosidad permaneciendo unos días en estos celebérrimos monasterios, donde, según me dijeron, viven aún cenobitas contemplativos en las estribaciones de Los Cárpatos de la vieja Europa.
Al llegar, hombres encapuchados, ancianos en su mayoría, todos con pobladas barbas, absortos y taciturnos, pero con poca luz en sus rostros. Nada que me pareciese fuera de lo habitual en este ambiente monacal.
Pero una noche si sucedió algo extraordinario.
Siendo ya medianoche estando en mi celda y a punto de acostarme. De pronto oí que la puerta se abría cautelosamente, me senté en el lecho un poco asustado, y vi entrar un monje de alta estatura que llevaba un farol en la mano. Se acercó con pasos lentos y clavó en mí sus ardientes ojos, confieso que me estremeció su presencia. Y sin dejar de mirar y siguiendo de pie comenzó su interrogatorio.
-¿Será verdad?, ¿será toda verdad?, ¿está usted seguro de ello?
No comprendí de qué verdad se trataba y no contesté, cada vez más confuso y turbado por aquella extraña visita.
– Usted ha viajado por muchos países, hablado con muchos hombres de todas las razas y credos, y, según parece se siente atraído por los temas religiosos. Y por todo ello, yo le pregunto, justamente a usted, si cree que todo cuanto enseña y profesa nuestra religión es verdadero, absolutamente verdadero. Le respondí que yo no era ni un teólogo, ni un sabio, más bien un trotamundos. No me sentía capaz de resolver así, de pronto, un problema semejante.
El monje como si no hubiese comprendido mis palabras, continuó hablando.
– Usted seguramente no entiende por qué le planteo con tanta ansiedad mis dudas.
– Todo el sentido y el valor de mi vida dependen de su si o de su no. Cuando era niño todo lo creí y por deseo de una vida de perfección me acerqué con más seguridad a Dios y me hice monje. Piense que hace 60 años que practico esta vida, una vida de soledad, de renuncias, de sacrificio, de mortificaciones y de oración. Y, a pesar de mi constancia en la vocación monástica, me veo asaltado, desde hace algún tiempo, por una duda atroz. Si mi fe no correspondiese a la verdad; si la otra vida fuese una inversión en la esperanza; si no obtuviese en recompensa la bienaventuranza eterna, habría hecho la más absurda permuta que pueda imaginarse, habría rechazado los únicos bienes reales de la única vida que me fue concedida. Habría trocado el todo por la nada. Yo no he conocido ninguna de esas alegrías que consuelan de las penalidades a los mortales. Habría podido gozar del amor de la mujer, del orgullo de la paternidad, del descubrimiento de los países y del arte, y hasta quizás del triunfo del poder y las dulzuras de la gloria. No he vivido como un hombre con opciones, sino como un autómata al servicio de Dios. Pero, ¿y si Dios no existiera? Si ninguna promesa fuera cumplida? Durante sesenta años he arrastrado una vida monótona, cerrada, pobre, melancólica, con la única garantía de una fe que vacila en mi corazón y a veces se apaga completamente, precipitándome en la desesperación. No quisiera haberme equivocado.
No quisiera haber cambiado una dorada manzana por un puñado de secas hojas. No quisiera haber fundado sobre la nada toda mi existencia de recluso soñador.
Y por último me asalta la duda existencial, ¿qué realidad hubiera sido mejor, servir a Dios en estos sagrados muros, o viajar a los países del hambre y la guerra ayudando a personas en una existencia cruel y una infancia robada?
Usted que bien conoce el mundo podría contestar.
Respóndame en nombre de Dios, o de Satanás!
Comprendí, por fin, que tenía que verme con un frenético perseguido por ideas obsesivas.
Y con la esperanza de calmarle, intenté decirle que, en todo caso, su elección había sido la mejor; que la vida del mundo exterior hacía pagar a un precio durísimo los pocos momentos de imaginario placer que tocan en suerte a los hombres; que el odio y la ambición suelen degenerar en crueles guerras, luego, una vida solitaria y tranquila, exenta de desilusiones y traiciones, es ya en sí un gran premio, aun cuando no existiera una recompensa más allá de la muerte.
El monje me escuchó muy contrariado, quizás esperaba que le demostrase, con ilustradas fórmulas, la existencia de Dios y la validez de la redención y recompensa de una vida entregada.
Tal como siniestramente llegó, se fue. Cabizbajo y meditabundo, sin proferir ningún saludo.
Murcia, 10 de octubre de 2019 – (Relato inspirado en Papini)