Hace como un año, un buen amigo que actualmente vive en París, me invitó a pasar un fin de semana.
La primera noche cenamos en su casa, con tres amigos suyos, todos escritores.
A lo largo de la conversación, el más joven, de gesto serio y enjuto de preocupación se dirigió a mí, y, comenzó su disertación.
– Señor Hernández, cree usted en la eterna lucha entre los muertos y los vivos. Los muertos están muertos, cierto, pero son infinitamente más numerosos que los vivos, y en todas las contiendas, la superioridad numérica acaba por triunfar. Además, los muertos no tienen nada que perder y seguros están de su inmunidad e impunidad. Los muertos tienen un poderoso aliado; el miedo y la superstición de los vivos, además de los fantasmas.
– Pero ¿qué quiere hacer ante este conflicto?, le interpelé a Monsieur Lambert, que así decía llamarse.
– Proclamar y dirigir la revolución de los vivos contra los muertos. Creemos que los muertos no existen. En cambio, durante siglos, usurpan nuestro espacio, dominan nuestro pensamiento, nos oprimen con sus legados y costumbres. Fíjese en nuestras escuelas: la mayoría de las asignaturas están basadas en sus escritos y descubrimiento de los muertos. La historia del mundo, no es más que un interminable y aburrido Libro de los Muertos. En política, tenemos que basarnos y obedecer constituciones, leyes, y costumbres que son, casi todas, obra del pensamiento de los muertos.
En la vida privada, estamos obligados a las llamadas ‘últimas voluntades’ del difunto. En los países católicos se recurre frecuentemente a los sacerdotes para oficiar ceremonias por la eterna salvación de sus almas. El primero de noviembre celebran ‘El día de los difuntos’, visitando las tumbas de los finados en sus cementerios.
Nuestros museos están llenos de obras de muertos, que, por el prestigio de su antigüedad, impresionan a los jóvenes y obstaculizan la creación de novedades. En nuestras plazas, se pavonean difuntos famosos, bien a caballo, o bien sentados y pensativos. Las principales calles y avenidas llevan el nombre de algún muerto, cuando doy mi dirección estoy patrocinando su pasada vida.
En todos los países hay espiritistas, magos, santeros, metafísicos que pretenden evocar a los muertos o mantener alguna relación, intentando hacerles visibles en algún momento, para mayor gloria del idiotizado cliente.
Los muertos ocupan una gran extensión de terreno; los cementerios, que cada día se amplían, son una amenaza creciente de carestía y de hambre. La población aumenta y, al mismo tiempo la necesidad de áreas cultivables, aptas para proporcionar alimento a los vivos, y estas están siendo ocupadas por las última morada de los muertos. Espero haberle transmitido la necesidad, mejor aún, la urgencia, de la revolución que intento promover. Se necesitan grandes sumas para promocionar la idea, para destrucción de los monumentos y de los cementerios, para combatir a los traidores que entre nosotros hay y que son partidarios y cómplices de los muertos.
Recientemente ustedes han sido testigos de la exhumación del cadáver de Franco. Durante más de quince días, el interés de la prensa internacional ha cubierto el acontecimiento. Y el mismo día del levantamiento, la televisión pública ha retransmitido en directo todos los detalles y la multitudinaria presencia de un público enardecido, y hasta violento en sus consignas. Mucha gente lo ha pasado mal por las vivencias recurridas del pasado. Yo le pregunto, señor Hernández, ¿quién ha triunfado, los vivos o el difunto, para quién los recuerdos y la gloria, con sus banderas y flores ensalzando la figura del dictador? Usted mismo puede responder.
Llegamos a los postres y le respondí:
– Monsieur, el único muerto que consiguió derrotar a los vivos, que yo sepa, fue El Cid Campeador a lomos de su caballo ‘Bavieca’. Pero eso sucedió en el siglo XI. Puede que lo de Franco tenga alguna similitud a tal hecho, aun cuando solo sea nostálgico y psicológico.
Murcia, 29 de octubre de 2019