Por fin, regresamos a la playa. Después de un largo invierno y una confinada primavera . Volvemos a pisar esa húmeda franja de arena, en ese amanecer perezoso, donde la calma se hace sinfonía, quedo sentado en el espigón del puerto. Mientras acuden pensamientos que reviven añoranza en las costumbres, imágenes idílicas sobre nuestro bello y apacible mar.
Barcos que regresan de su larga noche
capturando su población al mar, pero sin reproche,
veleros que zarpan a sotavento para disfrute de su tiempo.
Barcazas que trasladan deportivos buceadores,
con sus trajes especiales en busca de aventura y amores.
Pescadores, caña en mano, esperando que al engaño de su cebo pique el mero.
Continúo mi andar por el “Paseo de la barra”, disfrutando de un buen almuerzo en La Tana.
Y junto la bocana del puerto, la torre veo, una sola campana que repiquetea llamando a los feligreses en su devoción mariana.
Cruzando al Paseo de Levante, y siguiendo el perfil de la playa, altos edificios que del mar emergen buscando el cielo, y sus negras sombras invaden la blanca arena; primero Varadero, después la verde Esmeralda, seguida de la hexagonal Torre Negra, al pronto, otro gigante Gran Zeus, todas vigilan la playa.
Mediando, Entremares, santuario termal, donde mi cuerpo repongo de los avatares.
-Quizás no sea de gran interés lo que aquí relato, pero para mí, es un lugar de descanso muy grato. Ausencia que echaba de menos, por motivos pandémicos endiablados, que todos conocemos.
Hoy la playa es zona de riesgo, limitada, cuestionada, encuentros aplazados, abrazos y besos prohibidos. Sueños y amores pendientes.
Y yo, yo debo, sin quererlo, volver tierra adentro, sintiéndome un náufrago en el mundo de la confusión, donde mi existencia se vuelve monótona y vivo sin emoción a la espera que cambie la situación o me llamen desde otra estratosfera….
Murcia, 31 de mayo de 2020