El anciano, en las civilizaciones tradicionales, ha representado el papel de guardián y depositario del saber de la Comunidad. Pero decía Anatoli, que los viejos aman tanto sus ideas y tradiciones, que resulta por ello un obstáculo para el progreso. Cuentan, que para garantizar el progreso los pueblos primitivos, se comían a los viejos. Ahora, los archivamos en representaciones académicas y en residencias; siendo esta una forma de empaquetar y guardar.
Siempre se ha dicho que el abuelo aconseja a los hijos por ser viejo se es sabio, que cantaba Alan Parsons. Pero cuidado con los consejos, se dan y no se tiene en cuenta la temporalidad y personalidad del que los vivió.
Hoy son los jóvenes quienes enseñan al abuelo, el rápido y vertiginoso progreso en lo científico, en los modos de comunicarse (redes sociales), en la globalización de los mercados, y lo que resulta más grave e irreversible: el viejo ya no tiene capacidad mental para seguirlo.
En la vejez se hace balance; balance melancólico, que escribía, Norberto Bobbio: “la conciencia de los propósitos no cumplidos, grandes interrogantes que permanecen sin respuesta”; “lo que pudo ser y no fue”. Lo posible depende del hombre, lo imposible de Dios, por ello, la vida debe ser aceptada y vivida en su inmediatez. Y añade el pensador italiano: “en la vejez cuentan más los afectos que los conceptos”. También la paciencia infinita está en su poder, la da su inmortalidad, mientras los humanos, en cambio, nos enfrentamos a ese grado de urgencia que arrebata nuestra impaciencia a la que obliga y condiciona nuestra finitud.
Pero la ilusión queda en las palabras del maestro Azorín: “hay que envejecer pronto para vivir mucho”.
Los mayores escribimos, en principio, para sí mismo, aun cuando gustaría ser leído por una mayoría. Decía Fitzgerald: no se escribe porque quieras decir algo, sino porque necesitas decir algo”.
Ahora bien, apunta Carrascal: “pocos placeres hay en la vida que ver una novela, un artículo, una simple página escrita por nosotros. Aunque seamos sus únicos lectores”.
Y digo yo, un aficionado escritor mínimamente necesita experiencia de lo vivido y observación de su entorno. Porque lo importante es descubrir aquello que merece ser contado, y si conseguimos potenciarlo con nuestra imaginación, llegaríamos, con el tiempo, interesar a los demás.
No deseo terminal sin una reflexión que pudiera aliviar y algodonar el ánimo de los familiares, que son los que en verdad sufren en esta cruel pandemia: “la muerte para nosotros no es nada porque todo el bien y todo el mal, las alegrías y penas de la vida residen en las sensaciones y precisamente la muerte consiste en estar privado de ellas” (del sabio griego Epicuro).
Murcia, 1 de febrero de 2021