Esta mañana me despierto con dificultad por una calurosa noche. Se encendieron las canículas de la madrugada y los residentes terráqueos comenzamos la sudoración, provocando fatiga, ansiedad y perturbaciones mentales.
En mi rincón urbano me viene a la mente refrescantes imágenes de cuando disfrutaba con mi gente. Subiendo al faro, saltando las calas y observando el trasiego del puerto; barcos que de su larga noche regresan, veleros que zarpan a sotavento para disfrutar de su tiempo. Pescadores, caña en mano, esperan que al engaño de su cebo pique el mero.
Pero la realidad mañanera me devuelve al sofoco del día, que no es poco.
El color ocre de las aceras queda solo aliviado por la sombra de las moreras; árbol emblemático y representativo de la ciudad que en el escudo del municipio debería figurar. Pero nos queda la “mota del río”, que si madrugamos podremos percibir su leve brisa. Aun así, deprisa, porque si a las 9,30 te pilla, crecerá la fatiga.
Siempre que el verano llega iniciamos las despedidas; los niños del colegio, los padres del trabajo (claro está, el que tenga), de los vecinos, ¡cuidarme las plantas! Se despiden de sus familias los inmigrantes sin papeles que furtivamente tratan de pasar la frontera, pero eso, es otro cantar, o más bien un rezar.
Mágica noche de San Juan, las parejas se despiden con fugaces escenas de arrumacos, en un amor sin compromiso y sin permiso, saltando en torno a la hoguera. Cumpliendo el ritual amatorio, sin pensar qué pasará mañana, cuando el lujurioso deseo carnal se enfríe y el sol vuelva a calentar
En resumen; nos pasamos la vida en despedida. Un ejercicio honroso de desapego, para así, quedarnos en paz con nosotros mismos.
No importa cuantas veces nos despidamos, porque la última es la que verdaderamente importa; el silencio, el olvido… el no estar.
Murcia, junio de 2022