En mi largo viaje por el mundo y durante mi visita a una importante ciudad Norteamericana, invitado por mi buen amigo George, presencié algo muy novedoso y revolucionario para el lento sistema de justicia.
A modo de altar mayor, en la sala del tribunal, se alza un enorme ordenador que maneja un informático, bien documentado, conoce los secretos de sus más de quinientos microchips, así como los mandos de interrogatorio.
Los jueces, abogados y oficiales de la judicatura se ubican en el lateral de la sala, como simples espectadores.
La máquina no tiene necesidad de ellos, es precisa y segura en la aplicación del análisis en la instrucción y sentencia.
El único emblema reconocible corona el fondo de la sala, la diosa de la justicia. Evidenciando el origen griego en la búsqueda de la verdad.
La primera audiencia del novísimo tribunal comienza con la imputación a un joven obrero, acusado de haber asesinado a una joven que se le resistía en sus pretensiones. El acusado narró a su modo los hechos, y otro tanto lo hicieron los testigos. Luego el técnico informático pulsó un botón para preguntar a la máquina cuáles eran los artículos del código que debían aplicarse en el caso.
En la pantalla aparecieron inmediatamente los artículos infligidos. El mismo cerebro, manejado por su operador humano concedió las atenuantes genéricas, y pocos segundos después, en otra pantalla apareció la sentencia; veintitrés años de trabajos forzados para el joven asesino.
Por la ranura del ordenador apareció una tarjeta electrónica en el que documentaba la condena. El inspector de policía recogió este cartoncito y se llevó al condenado.
El segundo proceso fue contra una mejor a la que acusaban de falsificación de documentos y apropiarse de algún millar de dólares.
Este fue aún mas rápida su resolución.
Algunos destellos de luz; rojo, amarillo y verde emitidos por el cerebro jurisconsulto, y al cabo de un minuto y medio apareció la sentencia condenatoria: dos años y medio de cárcel.
El tercero fue más notorio, y duró algo más. Se trataba de un espía reincidente, que vendió a una potencia extranjera documentos secretos referentes a la seguridad del país. El interrogatorio, hecho por la máquina mediante señales acústicas y luminosas duró varios minutos.
El acusado pidió ser defendido. Y el cerebro mecánico, después de reconocer el derecho de la demanda, mediante un disco parlante enumeró las razones que podían alegarse para atenuar la vergonzosa traición. Siguió una breve pausa y en seguida otro disco respondió punto por punto, en forma concisa y casi geométrica, aquellas tentativas de disculpa resultaron desfavorables para el acusado.
Finalmente, después de algunos segundos de silencio opresivo, se iluminó el cuadrante más elevado de toda la máquina: apareció, primero, el lúgubre diseño de una calavera, y luego, las dos terribles palabras: silla eléctrica.
El condenado, hombre de mediana edad, con aspecto de profesor, profirió al verlo una blasfemia y luego cayó hacia atrás, retorciéndose como un epiléptico. Esa blasfemia ha sido la única palabra humana de todo el proceso.
Inmediatamente fue retirado en camilla, gimiendo y gritando de la silenciosa sala.
No he tenido ánimo para asistir a los otros cuatro procesos que iban a juzgarse esa misma mañana. Una sensación de nauseas y mareos se apoderaron de mi, originados quizás por el siniestro espectáculo que me había ofrecido este nuevo tribunal.
Ver aquellas criaturas humanas, quizás mas desgraciadas que culpables, juzgadas y condenadas por una fría máquina, sin la posibilidad de expresar su defensa con un equipo humano que quizás entienda de motivos y sentimientos.
Un mecanismo que pretende resolver, a fuerza de logaritmos, los comportamientos y misterios del alma humana, convirtiéndose en el juez del ser vivo. El hombre crea y construye la máquina, y ella, le juzga y sentencia su vida. Queda pues, a merced de la materia.
Lo preocupante, según dicen, que el cerebro mecánico comienza hacer razonamientos e interpretaciones propias en la aplicación de la ley.
Ahora bien, el tribunal electrónico tiene, indudablemente, un mérito; el de ser más rápido que ningún tribunal constituido por jueces humanos.
Murcia, 28 de mayo de 2016.- Salto del Grillo.
(Transcripción libre del Libro negro de G Papini)
Ahora bien el tribunal electrónico tiene, indudablemente, un mérito: el de ser más rápido que ningún tribunal constituido por jueces humanos.