El nuevo presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha prometido su cargo sin la presencia del crucifijo, un rasgo ideológico fundamental del Ejecutivo, sobrevenido gracias a la tormenta en la que vive el país desde hace unos cuantos años.
El mensaje ha congraciado a la izquierda adolescente y posmoderna en lo que ella denomina laicismo, cuando no es más que un ataque y avejentado anticatolicismo.
Más allá de tanta letanía anticlerical, lo que desalienta es el silencio de los católicos, su temor a ser mirados como altaneros residuos del pasado tratando de proteger sus creencias y principios heredados.
«- ¡Perdamos el miedo a decir que somos creyentes!» (Pepe Rodríguez, chef de cocina).
Porque no hablamos en absoluto de confesionalidad del Estado, sino saber si le corresponde a éste impulsar la indiferencia cultural y religiosa.
La cruz se ha apartado de los actos institucionales con la excusa de no excluir ni ofender a quienes no se sienten vinculados a los símbolos del cristianismo como si la conciencia de cualquier español pudiera sentirse insultada por esa presencia de la cruz.
Porque creas más o menos lo llevamos en los genes, por transmisión generacional.
Cuando lo que debemos reforzar es nuestra pertenencia a un universo de valores sobre los que se forjó España y sobre los que se constituyó la idea y realidad de Occidente.
Ese espacio de libertad que en Europa defendemos, como rasgo esencial de nuestra cultura, es también el de permitir la pluralidad y la convivencia. Pero nunca el de ser ajenos a nuestra propia historia y a los principios que nos forjaron defendiendo cada uno sus ideas.
Porque la cruz no solo es un signo venerado por el catolicismo si no que distintas religiones como la protestante o la ortodoxa eligen este símbolo de unión apostólica y de redención.
Esa cruz que tanto molesta en algunas personas fue instrumento y escudo protector de misioneros y conquistadores.
Sólo el demonio, representante del mal, le teme, poniéndola en posición invertida para así evitar su poder.
¡Qué sería de ti Daniel si en tu tumba no se alzara la blanca cruz que junto las frescas flores que tu madre diariamente deposita te acompañan!
Bajo un sencillo epitafio: ‘Daniel cumplió cinco años, un tres de mayo, cuando su fatal accidente. Hoy espera su último vuelo hacia el cielo’.
En ese primero de mayo muchas localidades en éste país celebran la fiesta de la Santa Cruz.
Pero pregunten en Caravaca el entusiasmo y devoción que su Cruz despiertan.
Porque esa Cruz no es el signo de un privilegio ni la ofensa a los no creyentes. Es, por el contrario, el símbolo de una larga lucha por la igualdad y el respeto al hombre. Y es, sobre todo, aquello que nos identifica, creyentes o no creyentes, como miembros de una civilización dos veces milenaria, cobijo y amparo de marginados y perseguidos desde la época romana.
Todo ello, lo escribo, desde un punto de vista, político, social y religioso.
Murcia, 25 de julio de 2.018