Las universidades se preparan para echar la persiana la próxima semana, aunque el cierre sea un paréntesis forzado que deja en suspense muchísimos gajes del oficio, aún sin resolver.
En estos finales de curso, el malestar docente se ha incrementado al comprobar cómo los temas de palacio, además de ser lentos, poco resolutivos y nada diligentes, siguen teledirigidos desde las alturas, y somos muchos quienes vemos cómo cada año el patio está aún más revuelto, en una zozobra inquietante que hace que el personal vaya ‘botando’, sin saber en muchas ocasiones qué es aquello que debería primar y diera sentido al desarrollo del oficio.
Me refiero al incremento de las labores propias de la gestión, como estar pegados a los correos de última hora donde te dice que pongas o quites, que acudas o cambies, introduzcas o elimines del hoy para ayer, hace que vivamos impacientes delante de las pantallas, de las plataformas y de las validaciones permanentes.
Una sensación que se ha generalizado en el personal aunque no tengas cargo y seas un simple docente de a pie, y que nos ha impuesto una penitencia tecno-administrativa que ha suplantado con creces el tiempo de dialogar, de repensar lo que se hace y de hacer otras cosas que han quedado relegadas en la jornada laboral como son leer, estudiar y escribir sin la presión de que lo que se escriba tenga que ser exclusivamente un ‘paper’ para una revista que tenga factor de impacto, porque los criterios de alguien han decidido que muchas otras no sirven, no tienen valor y por eso no cuentan para los sexenios de investigación… Menuda presión nos están dando con estas medidas y ante ello no escucho ni gritos, ni susurros.
Muchos callan, otros agachan la cabeza y hacen aquello del avestruz…