En esta sociedad de hoy los abusos de poder siguen dándose sin disimulo, en especial los que se encuentran en la esfera de la inmunidad, porque nunca tienen la culpa y se lavan las manos. Abundan ejemplos que nos ponen ante el asombro, la indignación y la falta de consideración hacia los sufridores ciudadanos, a los que siempre nos toca jugar con la más fea. No soy partidario de escribir sobre anécdotas personales, casos particulares que a uno le pasan en esta columna, más bien suelo inclinarme a sacar temas de mi ámbito profesional con los que conecto, intento conocer y a la vez informarme para opinar. En esta ocasión quisiera como cualquier ciudadano de a pie, opinar sobre una práctica muy común, asumida y a la que muchos tenemos que resignarnos sin más, pero son muestra en una mala educación que se mantiene y se perpetua en el tiempo.
Todo surge cuando uno telefonea a la Administración para solicitar información de un expediente, porque comprobamos que se ha cometido un error de cobro habiéndose sido pagada ya la cantidad que se reclama, ante el asombro de una notificación de apremio. La bienvenida nos la da esa voz metálica y distante que nos acoge, que no nos escucha, nos pide que seleccionemos uno o dos dígitos, en función de lo que queremos y al final si uno aguanta la espera, con suerte, podrá ser atendido por una persona. Bueno, es un decir, me refiero a que pueda uno decir lo que quiere resolver, pero no sin antes ser avisado que la conversación se va a grabar para que nunca se levanten sospechas, entiendo que es una forma de ponerte en antecedentes, no vaya a ser que… y el segundo paso, tras ese facilitador y protocolario ¿en qué puedo ayudarle? que es la invitación a que en primera persona uno formule como sepa, o pueda, de manera titubeante lo que piensa o necesita, casi siempre no explicándose del todo y sabiendo que por mucho que uno diga, si de lo que se trata es de resolver para nada sirve el teléfono. Uno tendrá que sacar el rato, desplazarse, con cita previa mucho mejor y esperar a que le toque el turno y cruzar los dedos para que el receptor, funcionario de turno sea colaborador, ayude, porque de nuevo hay que explicar, narrar, describir el caso concreto y después, nos enviarán a otro mostrador, donde tendremos que coger los bártulos y de nuevo batallar con papeles, instancias, copias y fotocopias, justificantes, sabiendo que siempre falta algo y luego, a esperar la resolución, la larga espera que puede ser de meses, no uno, ni dos, hasta seis meses, para comprobar donde está el error.
Y te indignas por ese trato distante y altivo que se percibe, por los silencio de la mirada cómplice y neutra que te recoge los papeles… mientras te alejas de allí dádole vueltas al sonsonete aquel del ¿en qué puedo ayudarle? ¡qué ironia! ¡cuánto desprecio¡