Pronto el calor nos empujará a abrir las ventanas. Y con las ventanas abiertas, vendrá la exasperación –todo el mundo lo sabe–, el ruido. En este país, esta Región, esta ciudad en concreto, comunicar una estancia privada con el exterior es un atrevimiento que se paga caro.
Leo que un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico concluye que España es el segundo país más ruidoso del mundo, sólo superado por Japón; y pienso que tiene mérito, con la de países más industrializados que España que hay en el mapa.
Suena el tráfico rodado, suenan los cláxones, los gritos nocturnos de los gañanes del día a día, los silbatos, los pitidos de los semáforos, la campanita del tranvía y las persianas metálicas de los comercios; suenan las televisiones desatadas, las minicadenas de las quinceañeras enamoradas, las obras que no terminan, los altavoces vitaminados de los coches tuneados de los conductores acelerados, y las motocicletas, o peor, los ciclomotores, y el coche con megafonía anunciando el circo Tokio y los loteros sin premio que gritan que llevan premio, o la nena que se desgañita llamando a la Marta o al Joaquín o a la Susi de acera a acera, de lado a lado de la calle, pero no la escuchan, porque hay tapas de alcantarilla que no ajustan, y teléfonos con politonos, y discusiones de comerciales después de pisarse una comisión de venta, y exprimidores, y perros, y taladros, autobuses diesel, generadores…
Un hombre tropieza con un chico que va escuchando música. Le dice: “¡Lleva más cuidado!”. Después se gira hacia su esposa y farfulla enfadado: “Así cómo va a saber por dónde anda”.
La verdad, si me hubieran dado a elegir, yo también hubiera preferido llevar unos cascos y estar escuchando, por ejemplo, How To Fight Loneliness, en lugar del sonido de las calles.