Uno de julio: suena en las cabezas un silbato de salida. Se apresuran las maletas, se desmienten las corbatas, se sepultan los informes.
Los días uno de julio las oficinas se vacían de casi todo y se llenan de aires acondicionados. El verano es una extraña enfermedad que afecta a la veteranía de las plantillas, reformadas temporalmente hasta parecer un aula universitaria.
Es llegar julio y las ciudades sin mar se quedan medio vacías, o medio llenas, según acostumbre el lector a responder a aquello de la botella.
Pero este año parece que la botella contiene líquido hasta los tres cuartos. Observo una curiosa relación entre la economía y la soledad veraniega. Cuanto más alto está el Euribor, más compañeros de asfalto encuentras en verano.
Es uno de julio y las oficinas efectivamente pierden fuelle, pero la ciudad se parece a la de mayo. Un poco más de sol, es cierto, pero idéntico bullicio.
Las aceras siguen llenas de peatones que tropiezan y que pierden poco a poco su lugar conforme suben las temperaturas. Sus cuerpos quedan fuera de contexto. En agosto parecen barcos plantados en el césped.