La videocámara, ese invento del demonio, esa miniatura que captura nuestras almas. Observo cómo cada cierto tiempo se reabre el debate sobre la privacidad y el derecho a la intimidad coincidiendo con la instalación de cámaras de vigilancia en tal o cual sitio. Suele acompañarse la información de la obligada cita al Gran Hermano de George Orwell.
Sin embargo, no suele generarse la misma polémica ante la proliferación de las cámaras que vienen incrustadas en los teléfonos móviles. Ésas se han colado de la noche a la mañana en nuestras calles sin que nadie sintiera el menor ataque a su privacidad. Ahora están por todas partes.
Esta semana supimos de la primera sanción impuesta por publicar imágenes de la calle en Youtube a unos vecinos de Madrid que pretendían denunciar la práctica de la prostitución en su zona. Para ello no dudaban en colgar vídeos del tránsito peatonal.
Los lugares que cuentan con videovigilancia deben ser señalizados. Sin embargo, a día de hoy, cualquiera lleva su propia videocámara en el bolsillo sin tener que avisar nada de nada.
Si combinamos esto con la difusión que ofrece un servicio como Youtube a cualquier idiota, tenemos un cóctel bastante peligroso. Se multiplican en Internet las grabaciones de agresiones, de gamberrismo sin sentido, y los planos de escotes y minifaldas robados.
No es un problema local. En Japón, para evitar la proliferación del uso indebido de estas cámaras, todos los teléfonos a la venta emiten un fuerte sonido de obturador al capturar cualquier imagen para que pueda ser detectado, y no hay forma (legal) de silenciarlo.