Los llevan a la escuela, a clase de inglés, a las fiestas de disfraces; les enseñan que no se dicen palabrotas, y que se dice ‘gracias’ cuando alguien es amable; que la eme con la a es ma, pero sobre todo que la eme con la i es mi.
Les enseñan también que los zapatos tienen un derecho y un revés, y que si se los ponen cruzados se les deforman los pies.
Los visten a su imagen y semejanza, con esas Nike en miniatura, con sus pantalones con bolsillos a la altura de la rodilla, con la camiseta de rayas; y les explican cómo se cogen los cubiertos, cuánto tiempo deben esperar antes de bañarse después de comer o los motivos por los que, por mucho que pregunten cuánto queda, no se tarda menos en llegar.
Les ponen un reloj, los peinan, los bañan en colonia. Y los castigan porque el montecito de tierra de la obra no es un tobogán, la cama no es una colchoneta, las almohadas no son espadas de plástico, y las espadas de plástico no son para darle a los amigos en la cabeza.
Los enseñan a sentarse rectos, a no interrumpir conversaciones, a dormir con la luz apagada.
A sentirse solos aprenden por sí mismos. Y cuando sucede ya no hay forma de volver a distinguirlos de los adultos.