— Yo sólo veo el exterior. Obsevo.
— ¿Y qué observas?
— Que cualquier exterior rodeado de otro exterior se convierte en un interior, del mismo modo que un interior que admite otro interior se torna un exterior.
— No entiendo.
— No tiene la menor importancia.

Agota Kristof

Nunca son los mismos pero lo parecen. Hablan entre sí pero de cosas distintas. Se ríen uno frente al otro, pero nunca de lo mismo. Uno lanza una lata y el otro recoge una pelota. Uno tira una pelota y el otro recibe un disparo. Es como jugar sobre un tablero que se ve distinto desde cada uno de sus ángulos. Es como conocer las reglas, pero no estar seguro de que el otro sepa que existen. Es como perder hagas lo que hagas. Es perder, realmente. Perder siempre.

Me refiero a los teléfonos rotos, a las veces en que te encuentras con gente que no se entiende en absoluto, a las veces en que lo puedes notar rápido, y entender que no lo saben.

Observas sus conversaciones. Escuchas preguntas y respuestas tan coordinadas que casi parecen revestidas de cierta lógica, e incluso asistes atónito a algunos simulacros de complicidad escenificados con tanta fe que te hacen dudar de que tengas razón. Sonríen. Y parece que sobrasen las palabras. Sobran.

Me refiero también a las tertulias políticas en televisión, al debate sin salida que se disfraza de puente, a los puentes volados sobre los que transitan las frases sueltas.

Me refiero a las canciones que nadie sabe lo que dicen, a las discusiones que generan los malentendidos por sms, a la incapacidad del periodista de transmitir con certeza lo que ha visto, a la imposibilidad del lector de no añadir, de no quitar, de no deformar lo que encuentra. Me refiero a las esculturas que requieren de una explicación, a la guerra que pierden cada día los poetas.

Me refiero a esas dos conversaciones que hay encima de cada mesa para dos, a los gritos que generan.

Agota Kristof lo sabía todo. Cualquier conversación entre dos personas que admite otra conversación se convierte en un silencio.