El fin de semana pasado tuve la suerte de disfrutar del mágico (siempre) concierto acústico que ofreció Iván Ferreiro en la Nave 8, de Alicante.
Cierto que estuvimos todos a punto de morir por la carencia de aire acondicionado y por las teclas de su piano, y por las letras que dispara sin ponerse a cubierto primero. Pero el balance no puede más que ser bueno, porque a Ferreiro lo odian muchos que no lo han visto y otros tantos que no han sabido ver que cuando en España se hacía una cosa, él hacía otra, y eso tan extraño lo ha mantenido y lo ha regado durante años, lo ha dejado envejecer bien. Ahora el chico ya no es un chico y canta menos bonito pero más sincero; se le entiende menos pero se le presiente más.
A la vuelta estuve pensando en cómo crecen las cosas que no se mueven. Hay una guerra que se intuye debajo de todo nuevo esqueleto, también en el de los cantantes. Tenía una canción en la cabeza todo el tiempo. Una canción que el propio Ferreiro reconoció haber tardado 10 años en terminar, “como terminan las canciones que no acaban”.
Hoy, al reabrir el correo he encontrado que me han reenviado un e-mail que pedí hace tiempo; uno de esos correos en cadena, que por una vez, me interesaba de alguna manera. Se trata de un documento que recopila algunas imágenes de la Murcia antigua. Al abrirlo me he quedado mirando.
Murcia se terminaba en la plaza de toros. Murcia se terminaba donde ahora los estudiantes se pierden de vuelta a casa en mitad de calles sin nombre. La Circular estaba rodeada de huerta, y no había octavos pisos con humedad, ni patios de luces envejecidos, ni ascensores estropeados, ni mensajes con faltas de la comunidad de vecinos.
Murcia se terminaba por todas partes, y ahora parece que la ciudad, como el título de una novela de Vila Matas, no se acabara nunca, “como terminan los mensajes que no mandas”.