Existen dos formas de pifiarla: no tener ni idea o saber demasiado. Son los pecados del novato y del experto y en las últimas semanas he presenciado un ejemplo de cada.
Primero, ella. Rondaba los 12 y no tenía ni puñetera idea. Estaba asomada al peñón más alto de la cala alicantina a la que unos amigos me habían llevado. No quería saltar. Miraba hacia abajo y se le veía el vértigo bailando en las rodillas. Todos en su grupo lo habían hecho ya. Algunos, varias veces. Uno de los chicos, el más popular, se había permitido un mortal hacia atrás en su turno. «¡Venga! ¡Que no pasa nada!», le gritaban. Y verdaderamente no pasaba nada porque esa cala ha sido esculpida por el mar de tal forma que basta un mínimo impulso para caer con seguridad a varios metros de las rocas.
Al final, propulsada por ese turbo de la estupidez que es el ‘qué dirán’, la niña se lanzó. Dio un pasito hacia adelante y se dejó ir, pero blanda, sin impulso, y su cuerpo cayó pegado a la pared como un edificio detonado, sin gracia ni forma. La cabeza entró en el agua a escasos centímetros de las rocas. Dos segundos después salió con la sonrisa boba de quien no ha visto pasar la bala. Entonces todos respiramos. Y el día siguió. También para ella.
Él no pasaba de los treinta y cinco y sabía demasiado. Estaba haciendo parapente en Alhama de Murcia mientras yo esperaba mi turno para saltar por primera vez. Inesperadamente se le plegó la vela y descendió a plomo hasta perderse de nuestra vista. Sus compañeros corrían hacia el barranco cuando resurgió sin un rasguño y con una carcajada nerviosa. Alguien me dijo entonces que hay determinadas maniobras que deben hacerse a mayor altura. Se había confiado.
Al terminar el día, en el bar en el que todos se reúnen tras cada jornada de vuelo, los compañeros se arrancaron a cantarle el cumpleaños feliz en una fiesta improvisada. Los dejamos allí celebrando entre cervezas. No era su cumpleaños. Pero como si lo fuera.