Desde que me crucé con su historia, guardo una secreta desconfianza. Su nombre es Michael Thomas Boatwright y se trata de un estadounidense que hace aproximadamente cuatro meses se despertó sin memoria y, por motivos aún por esclarecer, hablando solo en sueco.
Aseguran varios medios norteamericanos que este hombre de 61 años fue encontrado inconsciente en un motel de Palm Springs, en California, y que cuando abrió los ojos no sabía decir una palabra en otro idioma y se hacía llamar Johan Ek, que es un nombre que está muy bien, pero que no tiene nada que ver con el que figuraba en la documentación, pasaporte incluido, que llevaba encima.
A veces pienso en Michael y su misteriosa conversión en Johan mientras repaso los diarios y me abochorno con las noticias otra vez. Supongo que algún día nos costará creer que todo esto haya pasado, que los límites de la moral se relajaran tanto como para acabar por no verlos. Las hemerotecas guardarán los monstruos de estos años como mosquitos en el ámbar. En la memoria solo quedará una ráfaga, el eco lejano de este malestar continuo, una sucesión frenética de caras duras como el mármol de Macael; poco más.
No pasará un día, me digo, que te despiertes siendo otro: abrir los ojos y ser completamente alemán; llamarte, por ejemplo, Ralph Osterhagen; y votar a Merkel en las generales para decir, aunque solo sea eso, que tú la elegiste para que hiciera eso que anda haciendo; o comprar una lavadora robusta que te dure toda la vida; y ser del Bayern de Múnich, o del Borussia por lo menos.
Algunas mañanas me despierto con la extraña sensación de que podría cambiar gustosamente mi café con leche por unos panecillos con embutidos. Y con cierta sospecha me acerco al portátil y lo abro muy lentamente, accedo a la web de algún medio alemán y compruebo, con una mezcla de alivio y decepción, que sigo sin entender ni papa.