Me doy una vuelta por la playa, por una zona rural, por el centro de cualquier ciudad, y ahí estáis: impostores. «A la evidencia de que no sabemos hacer más que lo que sabemos hacer, solemos denominarla estilo propio», dice el poeta Carlos Marzal. Y en estos días a muchos se les nota el estilo propio a kilómetros, o lo que es lo mismo, su incapacidad para ser algo distinto a lo que son. Es normal. Te pasas todo el año perfeccionando el método, desarrollando certidumbres, intentando tener bajo control aquello a lo que te dedicas con mayor fuerza –un trabajo, una afición, unos estudios– para que, en la locura transitoria del verano, te cambien las reglas.
Expertos en decoración, en técnicas de examen, en protocolo, en soldaduras…; todos, fuera de lugar. Al calor del sol, las multitudes se empeñan en afrontar el reto de actividades que no dominan y el mundo se desbarajusta. Igual te encuentras a un panadero intentando descifrar un mapa del metro de Tokio, que a un ingeniero de caminos con problemas para remar al ritmo. Todo tiene su técnica, pero es verano y la técnica que conoces no te sirve de nada. Mire donde mire veo pies desubicados, manos dubitativas y ojos que dicen «no, por favor» sobre bocas que proclaman «sí, por supuesto».
Durante unos días las piezas del rompecabezas bailan y los encuentras perdidos: banqueros que palman al Monopoli, bomberos incapaces de encender la barbacoa, parapentistas que se agobian con el tubo y las gafas de bucear, cocineros convertidos en insoportables comensales, promotores que fracasan en el levantamiento de un castillo de arena, catedráticos atascados con el crucigrama, conductores de autobús mareados en un crucero…; también yo estoy perdido.
Espero incómodo y en chanclas en una ciudad que no es la mía. El camarero se equivoca con las bebidas pero le dejamos propina. Por cómo le tiembla la bandeja, está claro que no se dedica a esto durante el resto del año. Entre impostores hay que echarse un cable.