Hay canciones que sirven de broche para cerrar un día: ‘Take It With Me’ es una de ellas. La voz describe el final de algo mientras el piano resuena como los pasos en un almacén vacío. Tom Waits canta: «Voy a llevármelo conmigo cuando me vaya». Me pongo los auriculares y dejo que se apague otra tarde de verano. En la grabación se percibe un crujido de madera y parece que hubieran estado guardando el piano en un cobertizo con goteras. La melodía da vueltas muy despacio.
La escuchas y te imaginas viniendo de lejos. Dice: «Nadie sabe dónde estamos». La escuchas y te olvidas de borrar y te acuerdas de escribir; y dejas de dar vueltas a cómo son las cosas para pensar en cómo solían ser.
Afuera los turistas utilizan sus cámaras réflex para congelar una fracción del día. Estudian el encuadre y atrapan su trozo. Los veo intentando encapsularlo todo, haciéndolo trocitos para guardarlo en diminutas tarjetas de memoria. No es tan raro. Todos queremos llevarlo con nosotros cuando nos vamos. Por eso las imágenes, por eso las compras, por eso los botes llenos de arena, las camisetas, las postales…
Está extendida la creencia de que se puede revivir el todo a través del fragmento, cuando lo cierto es que al final solo tienes un puñado de retales.
Hace unos años perdí mi teléfono en un viaje. Me habría importado poco de no haber sido porque contenía las fotografías que había realizado durante aquella semana. Seguramente se me cayó del bolsillo mientras caminaba, o lo apoyé en una mesa y después me levanté como si nada dejándolo olvidado. Tengo mala memoria.
A falta de fotografías, los huecos ofrecen acomodo a lo intangible. Siguen en tu cabeza todos los olores, todos los sonidos, todos los pasos dados en algún sentido; lo que viste.
Termina el viaje y te lo llevas dentro. No lo puedes enseñar pero tampoco lo puedes perder. Me quedo más tranquilo sabiendo que viene conmigo; que tengo mala memoria, pero buen recuerdo.