Cuando la gente está preocupada, camina, sube escaleras, enciende cigarros, destapa cervezas o da vueltas como una rueda desinflada. La gente espera cosas que no llegan, teme a otras que se avecinan irremediablemente y se comporta de una manera extraña. Los preocupados siguen rutas irregulares y acostumbran a fijar la vista en el suelo como si alguien hubiera escrito a tiza las respuestas a todas las preguntas.
Él era de esa clase de personas. Estaba frente a la puerta de una cafetería y no paraba de mirar el móvil, la hora, los coches pasar, la hora, la esquina. La mayor parte del tiempo andaba hacia la puerta y volvía; o se acercaba a la papelera a tirar algo y se ponía a dar vueltas sobre sí mismo. Me alivió comprobar en el reflejo de un escaparate que yo no tenía el mismo aspecto.
Dentro, una chica permanecía sentada. La vi tomarse las pulsaciones y dos cervezas. Supuse que su corazón sonaría como la campana de Ringo Star en Everybody’s Got Something to Hide Except Me and My Monkey. Al fin y al cabo cada uno se imagina los corazones como quiere.
La chica se miraba los pies y giraba el tobillo a un lado y a otro. Parecía empeñada en asegurarse de que sus zapatos lucieran igual desde todos los ángulos. Él se había decidido a desgastar las suelas de los suyos consultando la hora de aquí para allá. Pensé que harían buena pareja. Ella mirando al suelo y él moviéndose como un robot japonés en mitad de un cortocircuito.
Pensé si sería algo generalizado. Tal vez todas las personas caminen sin parar cuando les visitan las dudas. Nunca me he fijado demasiado. Tal vez todos se muevan en círculos y suban escaleras y miren el reloj del mismo modo. Me propuse calcular los kilómetros que habría recorrido la preocupación del chico en el rato que estuve a su lado. Concluí que a su edad, era más que probable que sus temores hubieran dado ya varias veces la vuelta al mundo.
Luego llegó una rubia y el robot japonés recuperó el suministro eléctrico. Se irguió, guardó el teléfono en el bolsillo de los vaqueros y se fue. Poco más tarde la chica que se miraba los zapatos se levantó, pagó las dos cervezas y salió de la cafetería con su taquicardia a cuestas.
Quise decirle algo sobre los cortocircuitos o verificarle que sus zapatos parecían perfectos desde mi ángulo, pero no le dije nada y se marchó con los ojos clavados en el suelo repasando, una a una, todas las respuestas de la acera.