Pasó hace un par de semanas en el mercado medieval que montaron en el jardín de las Tres Copas de Murcia. Él tenía un puesto de patatas fritas artesanas y yo tenía hambre y la intención de rescatar alguna extraña película del video-club ‘Ficciones’, al que un día de estos tendré que dedicarle un texto.
Por su acento parecía búlgaro. Hablaba como lo hacía Hristo Stoichkov tras los partidos. No sabría explicarlo mejor.
— ¿Cuánto cuesta una ración de patatas?
— Vas a tener que esperar un poco. Éstas están frías. Y mira qué pinta tienen.
Las miré y no vi nada extraño.
— Tienen buena pinta.
— ¿En serio? Me han salido mal. Mira. — Stoichkov -lo llamaremos así- las movió con desgana con una espumadera. Nada. Seguí sin encontrarles el problema.
— ¿Cuánto cuesta una ración?
— ¿De éstas? Nada. Voy a tirarlas.
— ¿Puedo probar una? —le dije señalando la cesta de patatas.
— Claro. Si quieres te las puedes llevar todas. No voy a venderlas. Estoy preparando más.
Así que acerqué la mano y probé una.
— Ponme una ración.
Y Hristo, mirándome como si no entendiera nada, alcanzó un papel y lió un cucurucho que llenó de patatas fritas hasta arriba. Me lo puso en la mano y yo cogí una patata.
— Están buenas —le dije. Él se sonrió.
— Entonces son cinco euros.
Después de reírnos un rato intenté pagar. No me lo permitió.
—No, no. Éstas son gratis, si te gustan vuelves.
Así las cosas, le di las gracias y me largué con mis “patatas artesanales fritas en aceite de oliva” —eso rezaba el cartel— gratis.
Como soy un hombre de palabra y las patatas estaban realmente buenas, volví al día siguiente. Me puse frente a él y le dije: “Ayer estuve aquí y me diste patatas gratis porque decías que no te habían salido bien y estaban frías. He venido a comprarte unas buenas patatas calientes”.
Hristo me miró con los ojos extrañados de un búlgaro durante unos segundos. Al final cayó en la cuenta. Se sonrió un poco y comenzó a llenar un cucurucho. “Estás loco”, me dijo. Yo le contesté que eso no tenía nada que ver con el hambre.
Me acercó el cucurucho lleno a rebosar. Y yo saqué la cartera para cerrar la deuda de una vez por todas.
—¿Cuánto es?
— Quita, quita —Me dijo mientras hacía un gesto como de apartar moscas con la mano.
— No, en serio. Éstas quiero pagártelas. He venido sólo a eso. No puedes dejar que me vaya así.
— Guarda eso.
Se apartó y volvió a su sitio para seguir preparando más patatas. Mientras me daba la espalda le escuché decir: “Yo ya tengo mucho dinero”.
Le aguanté la mirada un rato, pero supe que no había nada que hacer. Tozudos futbolistas búlgaros.
No volví a por más patatas. No podía permitir que me la jugara una tercera vez.