Se pierden 90.000 maletas cada día. Lo advierte la UE y lo dice también alguna persona acostumbrada a volar y a desmembrarse en el aire, a separarse de su otra mitad, que aterriza en Tokio, o en Amsterdam, o en cualquier ciudad diferente en el nombre al destino escrito en el billete de clase turista. Ante todo lo dice mucha gente en los aeropuertos; lo comentan mientras se comen un donut en la cafetería self-service de la terminal, y se lo echan en cara, seguro, a las azafatas antes de embarcar, porque el miedo a perder es siempre mayor a la alegría de ganar, por el mismo motivo por el que es siempre más importante el tren que escapa que aquel en el que terminas sin haberlo planeado.
Solemos decir que en una maleta sólo llevamos lo imprescindible, de modo que esos 90.000 minúsculos receptáculos de piel o de pasta dura, de tela o de goma, repletos de pequeños detalles sin los que no sabemos desenvolvernos, dando vueltas por el mundo no son un dato a pasar por alto.
Es curioso como en Tokio, lo que para ti es imprescindible, para otra persona no es más que un objeto inservible, y al revés.
El valor de las cosas se mide en función de las manos que las sujetan. Una maleta, descontextualizada, como la ven los operarios de las terminales, no es más que un montón de objetos sin sentido. Una maleta, en su correspondiente habitación, acomodada en la esquina, es lo más parecido a la cama deshecha de casa que un viajero puede llegar a encontrar.