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Rubén García Bastida

La esquina doblada

Pequeño viaje en el tiempo

A petición de un comentario dejado en el post anterior, recupero un artículo que escribí en enero de 2007. Cuando los tiempos eran, todavía, de trajes impecables.

Los malabaristas (11/01/2007)

En estos tiempos de minipisos y trajes impecables, de prisas y autobuses, de caos vital y circulatorio, de papeles amontonados, carpetitas, ropa sucia, sobreviven algunos tipos navegando a contraviento, ordenados, perfeccionistas, tiquismiquis que se niegan a resignarse al bullicio de los cláxones, a la inercia de los pequeños desastres cotidianos con los que el resto de los mortales nos limitamos a convivir. Intentan poner orden, establecen horarios, marcan pautas, ensayan los días para repetirlos con la máxima exactitud, limpian, clasifican, organizan, repasan, memorizan y vuelven al principio, a hacer inventario, a revisar, a comprobar que todo sigue en su sitio, porque saben que todo tiende al desorden y que a la primera que giran la cabeza todo se desmorona como una montaña de azúcar.

Los perfeccionistas huyen de las situaciones sin cita previa, no soportan las apariciones inesperadas de personajes fuera de reparto, ni las escenas improvisadas. Se desquician cuando el cuento se sale de los estrechos márgenes del guión que imaginaron.Trabajan para que no ocurra, pero nadie puede preverlo todo.

Un estudio de la Universidad de Pennsylvania, en Estados Unidos, analiza el grado de felicidad de los perfeccionistas, para lo que el psicólogo Robert B. Slaney estableció dos categorías: los adaptables y los mal adaptados. El trabajo que analizó a estudiantes universitarios y que fue publicado por el Journal of Counseling Psychology revela que a pesar de que los perfeccionistas de ambas categorías mostraban similares resultados académicos, los mal adaptados sufrían una mayor insatisfacción, ya que mostraban un grado de auto-crítica mayor al resto.

Todo tiene que ver con las metas que nos marcamos, con lo alto que situemos el listón a saltar para llegar al otro lado, caer en la colchoneta y descansar. Algunos se ponen metas tan altas que se pasan la vida preparándose para el salto, dudando si están listos, quedándose en la línea de salida para siempre. Otras veces las metas nos las marcan otros. Es una situación que he podido ver varias veces en mi vida. Lo he dicho alguna vez: las expectativas las carga el diablo. En nuestra sociedad no se es muy cuidadoso con las expectativas con que se llenan las mochilas de algunos jóvenes. Los adolescentes que despuntan en el instituto tienen que bregar con su propio fantasma: con los profesores que aseguran a sus padres que el chico apunta alto, con los padres que dicen a sus amigos que su hijo apunta alto, con los amigos de los padres que les dicen a los chicos que todos esperan mucho de ellos, y finalmente, con su propia incapacidad para cumplir lo que no prometieron por su boca, pero que otras bocas se encargaron de prometer por ellos. Y puede que les vaya bien y no resulte suficiente. O puede que les vaya mal y el mundo se les caiga encima. Puede, raramente, que lo logren, y les embargue la sensación de que tan solo cumplieron con lo que debían. Entre tanto, se escaparán los pequeños logros, a los que nos hemos acostumbrado a no dar valor, o a restárselo, o minimizarlo hasta dejarlo dando vueltas en el remolino de cualquier sumidero.

También podemos caer en el otro extremo. Podemos carecer de objetivos, de ilusiones, de obligaciones. Nos dejaremos arrastrar sin ganas e iremos de orilla a orilla según sople el viento mientras el tiempo pasa. Los perfeccionistas nunca lo consiguen, los abandonados tampoco. Pero en algún lugar existe un término medio desde el que los malabaristas sonríen.

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Sobre el autor

Periodista en 'La Verdad'. Guardo un rincón para las cosas pequeñas en 'La esquina doblada'. En Twitter soy @garciabastida


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