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Cuidado con ilusionarse

Tras años tentándome en la cabeza, me atrevo a volver sobre “Tierras de penumbra” (1993), lo mejor del cineasta sir Richard Attenborough y con la que, en su día, nos secamos las inevitables lágrimas en la pechera del acomodador. No tengo bastante presencia de ánimo para reincidir con, por ejemplo, “Los puentes de Madison” de Clint Eastwood. Porque hasta para revolcarse en una llorera hay que mantener una cierta circunspección. Llega un momento en la vida en que la mitad de tu filmoteca te queda terminantemente vetada: si tiras de cualquier película pasa como con un racimo de cerezas, que sin querer salen enganchados recuerdos del pudridero emocional, vinculados a la noche en que las vimos.

Yo recordaba “Tierras de penumbra” menos Attenborough, es decir, menos grisácea pero más sombría. Más como el atormentado libro cristiano original, “Una pena en observación”, de C.S. Lewis, aunque sin tanto apostolado sobre los beneficios de sufrir en esta vida. Claro que cuando fui a su estreno yo era jovencito y propenso a todo entusiasmo. Compruebo sin embargo que los pequeños y grandes desastres personales experimentados desde aquel estreno no me han enseñado nada nuevo sobre lo que intuía entonces sobre el dolor. Es inquietante que, tan temprano, supiese todo lo que hay que saber sobre el sufrimiento, sin apenas haberlo experimentado. “Sólo aprendemos lo que recordamos”, dijo alguien. Es más perturbador que eso. De muy jóvenes, siendo páginas apenas en blanco, ya sabemos de alguna extraña forma la cantidad de dolor futuro que nos corresponde, como si se nos concediese un período de carencia antes de pasarnos la factura. Por eso hay tantos veinteañeros que lucen abrumados.

Se ha quedado un poco vieja la película, sí, pero el guión sigue alimentando. Va sobre que Dios, siendo bueno, quiere que conozcamos el dolor para que nos hagamos mejores. El protagonista, el escritor (real) C. S. Lewis, hoy conocido por las “Crónicas de Narnia”, es un profesor libresco que trata de explicar lo inexplicable en una Oxford de inhibidos solterones vírgenes que fuman en pipa, como él mismo. Aparece lo nunca visto: una mujer casi joven. Todos quedan justamente escandalizados. La mujer insufla vida al muerto, o sea, al escritor. Ella lo obliga a visitar por vez primera el paisaje que él veía de niño en un cuadro de su cuarto, “el valle dorado”, existente a pocas millas de donde el profesor ha pasado toda la vida y sospechosamente parecido a esos cromos religiosos donde caen rayos de luz de entre las nubes. No hay duda que Lewis es el típico hombre de letras: tiene miedo a que algo le haga ilusión. Visitar el paisaje de su infancia, dar un simple beso en la frente, no sea que recuerde al sexo… Ella desaparece (un cáncer). Entonces el escritor regresa a la mortandad infinita de donde fue rescatado, brevemente, por la mujer. Y el muerto en vida Lewis dice al final: “El dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces. Este es el trato”. ¿Hicimos ese trato con Dios?

O sea, que cualquier felicidad nos será cobrada luego en dolor. Así que cuidado con lo que deseamos, porque se nos concede. Pedid y se os dará. “Ya lo pagaremos”, decía la sabia madre del gran guionista español Rafael Azcona cuando a la familia le pasaba algo bueno…

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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