Las pesadillas ligeras no recordadas nos ponen de pronto a hacer cosas extrañas, en medio de la noche. Son las cuatro y media de la madrugada y esta vez no me levanto a beber una pinta de cerveza alemana o checa, como suelo hacer a esas horas para rebajar un poco la velocidad de mi centrifugadora subconsciente, sino que experimento la imperiosa necesidad de dar un salto del lecho para escuchar viejas canciones italianas en voces femeninas de los años 60. Raro. En condiciones normales no me evocarían absolutamente nada. Cuando uno se pone a echar de menos a italianos desconocidos es que se ha hecho inevitablemente mayor, pero mayor, encima, de un tiempo anterior al mío. El próximo paso será pinchar el pasodoble “Manolete” y abrir las ventanas, que se entere el mundo. Me desvelo aún más al constatar la extraña calidad de lo que yo creía “kitsch” transalpino, indignado por la actual degeneración de ese país, de la que no tiene la culpa personalmente Berlusconi: sólo sus televisiones y, menos, su piscina en Cerdeña.
Una gente italiana que nacía genéticamente con el sentido de la medida, capaz de hacer en dos minutos y medio arquitecturas sónicas donde no sobraba nada (esa frágil somnolencia de Wilma Goich en “Un bacio sulle dita”). No puedo comprender cómo se echó actualmente en manos de los pantalones de pitillo para hombre. O las “zapas” de deporte en urbanizaciones del extrarradio que denunció el Nani Moretti de “Caro Diario”. Me pasmo por la precisión de los arreglos musicales (¡la edad de oro de los arreglistas!) en aquellas breves cápsulas del tiempo que ya llevaban encerrado cómo se las recordaría cincuenta años después. Una canción “pop” perfecta es aquella que, en el momento de hacerse, canta a cosas que acaban de nacer como si se recordara su pérdida por el público añorante de un futuro inexistente. Evocan lo que todavía no se ha producido.
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Habla de mis “relaciones tormentosas” toda esa gente incapaz de involucrarse con nadie y con nada empleando una intensidad mayor de la que se sacaría de un molusco. Yo creo que, en lo que no sea tóxico, hay que ir siempre hasta el final. Porque hasta que se llega allí (y a veces hasta que no se llega un poco más allá) no empieza lo interesante.
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Doy la bienvenida a la política Rosa Díez a mi club. Dice Díez, haciéndole ascos al electorado, que con UPyD hicieron un partido para Dinamarca pero resulta que estaban en España. Hace mucho, yo escribía en los periódicos como si fuese para Nueva York pero al cabo de muchos años advertí, con gran sorpresa de la que no me he recuperado (como no lo hará Rosa Díez), que esto más bien se parecía a Murcia.