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El cáncer terminal y yo

Cierta vez publiqué mi esquela mortuoria en una revista. Salió ilustrada con una foto amarillenta donde me traía todo el aire a Jacob Marley, el socio difunto de mr. Scrooge en su empresa de préstamos usurarios. Un muerto a la antigua: fosas nasales taponadas y quijada atada al cráneo. Pretendía comprobar la reacción de mis conocidos a mi supuesta muerte, por si el champán de las ocasiones especiales seguía o no guardado en sus frigoríficos. Además, siempre quise ver mi nombre rodeado de la orla negra de las esquelas, que antes también se hacían poner los viudos en sus tarjetas de visita, de modo que, al dártelas con ceremonia, no se sabía si se condolían de su luto o pronosticaban el tuyo…

A muchos le gustaría enterarse de lo que se dirá de ellos tras su funeral, con lo que eso de publicar esquelas falsas no es del todo inusual. Pero los más vanidosos lo que quisieran es ver publicada la auténtica. Como aquel rico de Serrano que no se pudo morir, según el columnista Manuel Vicent, hasta que pudo leer una mañana en ABC que en su entierro hubo aparcados “rolls royce” en triple fila… Sólo una persona lamentó públicamente mi supuesto deceso. Fue don Carlos Valcárcel Mavor, cronista oficial de Murcia, quien telefoneó a la redacción de la revista muy conmovido. “Pero, ¿qué le ha pasado a este muchacho?” Le contaron la verdad, pero don Carlos creyó que trataban de quitarle importancia a la noticia en atención a su propia (y precaria) salud.

El problema viene cuando se corre la voz de que vas a morir de forma inminente sin haber extendido tú el rumor. El lunes recibí una llamada telefónica del periodista Fernando Abad, compañero de los tiempos de Diario 16. Se sorprendió por mi voz aún audible y, tras algún suspense, acabo previniéndome que algún mentidero de Murcia emitía la buena nueva de que yo padecía un cáncer terminal. “Han dicho que mira qué año llevamos, primero Fulanito, luego Menganito, luego tú…” Luego tú. Pero a los rumores sobre mi inminente funeral podría responder lo que el general Franco cuando un invitado a una jornada de pesca le preguntó si era cierto lo que se decía por ahí de que Su Excelencia iba a hacerlo ministro. “Yo no he oído nada”, dijo Franco. Sobre que yo esté agonizando ahora mismo no había oído tampoco nada. Pero seguro que hay gente que sabe más que yo del tema.

Tal vez alguien me haya encontrado algo más ausente y circunspecto de lo habitual (“just because I’m not the happy guy I used to be”, cantaba George Jones) y con eso ha montado un cuento de fantasmas. Me fastidia contradecir a nadie y apagar las risas: la gente acaba contando chistes al saber que alguien va a morir porque así afirma su propia vida. Pero tampoco quiero que alguien que haya escuchado esos rumores se asuste si ve que aún me reflejo en los escaparates una temporada, convencido que debía estar ya bajo tierra unas cuantas semanas…

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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