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Otoño prodigioso

Cada vez que veo y escucho una interpretación de Orson Welles sus cenizas, aquellas que tiraron hace treinta años a un pozo en la finca rondeña del torero Antonio Ordóñez, vuelven a hacerse corpachón. Qué vivo sigue Welles. Su voz continúa crepitante, como si asistiéramos a un fuego inextinguible ante la chimenea. Está semiolvidada hoy una película de Claude Chabrol con Anthony Perkins y Orson Welles “La década prodigiosa”. Se ha quedado en exceso setentera, dentro de la admirable carrera como director de cine de este moralista francés. Mis conocidos artistas de Murcia dicen tener amistad con la hija de Chabrol. Yo qué sé. Lo único que conozco de francesas de cine es que a principios de los años 90 la protagonista de “El diario de Lady M.” (un insoportable largometraje de Alain Tanner) se me acercó en la barra de un bar. Aún tintineaba ante mi vista el “piercing” de clítoris que la señorita lucía en la película y, como por entonces era un perfecto “nerd”, el último americano virgen, escapé para no enterarme de las cosas de la vida.

Lo prodigioso no es desde luego “La década prodigiosa” de Chabrol, sino cómo habla en ella Welles. Hubiese conmovido a un canto rodado cuando monologa durante una acartonada cena de esta película, en la que hace de excéntrico millonario que quiere que todo le recuerde a cuando tenía quince años, cinco decenios después: “El dinero sirve para elegir. Puedes elegir el lugar donde mejor vivir. Yo he elegido el lugar. Y más importante: la época. El otoño de 1925. Qué recuerdos tiene para mí, qué delicioso y divino aquel otoño excepcional. Como poseo medios para ello paso el resto de mi existencia en aquella época que amo. 1925.” ¿Cuántos hablaron del pasado con esa belleza? Ni siquiera fue tan bello el propio Welles acordándose del trineo de su infancia, de nombre “Rosebud”, mientras muere en “Ciudadano Kane”…

Sí. El supremo lujo sería poder comprar una época. Cristalizar ese período inolvidable y meterse uno a vivir dentro de esa lente de aumento… Ver la cara de Dios debe ser eso, refugiarte en un día o un mes en que fuiste feliz (un emperador oriental que no recuerdo dejó una frase definitiva como epitafio: “soy el Emperador de China, y he sido feliz en mi vida durante 16 días no consecutivos”). Un determinado otoño del pasado repitiéndose eternamente como una marmota equivocada de estación. En inglés original las palabras utilizadas por Welles chisporrotean aún más sobrecogedoras que su traducción: “But the time… 1925. The fall of 1925. You can know how beautiful, exciting old taste of it, wonderful autumn was. Yes, so I… I made my choice to live the rest of my days in that one marvellous moment in time. 1925.” But the time. Ahí está la clave. Sobre todo, la época.

Poder elegir, teniendo perras, un lugar de residencia, qué vulgaridad. Eso lo hace cualquier multimillonario aburrido que tiene casa en diez sitios porque está mal en los diez. El dinero debería poder comprar -no puede-, lo único importante: los días pasados. Yo elegiría un mediodía de una barbacoa soleada en un jardín trasero de Liverpool, Inglaterra, en el verano de 1978. Cuando todos estábamos vivos. “That one marvellous moment in time”. Por supuesto, el precio de abandonarse con excesivo detalle a esa nostalgia es volverse loco.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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