En la barra del bar escucho a un alegre jubilado contar cómo buenamente pasa su tiempo. Los jubilados demasiado rientes me desagradan: tienen un punto siniestro, como si la vida no le hubiese enseñado nada y siempre acabaran de nacer. La desaforada alegría a cierta edad da que pensar, y no bueno. Este señor cuenta al mozo, también, cómo se entretienen los conocidos de su edad, aparte supongo de las películas porno que, según los autobuseros, ponen a todas horas los ancianos en los viajes del Imserso a Benidorm. Saco del relato del alegre jubilado que algunos de los de su edad leen libros, en lugar de dictar sus memorias como deberían. Otros se quedan estupefactos al sol, pretendiendo absorber alguna de su energía: vano intento pues, como saben los chinos venerables, sólo durmiendo al lado del aliento de una doncella adolescente es posible adquirir tiempo y energía vital extras. “Conozco a uno”, dice el señor sin alterar el tono distendido, de modo que yo creo en ese momento que va a contar la muy tardía afición de su conocido a la práctica del “kite-surf”, “que aunque no tenga sueño nunca se levanta antes de la hora de comer, para que los días se pasen más rápido”. Para que los días se pasen más rápido. El conocido del alegre jubilado se entretiene engañando al horario, para no hacerse esperar por la muerte. Qué cosas tiene el “joío”.
Esto corrobora una vez más la tesis de que las grandes tragedias de la existencia se suelen contar como quien repasa la lista de la compra. Me recordó el personaje real de “Cándida” del dúo humorístico “Gomaespuma”, una asistenta de hogar que, según me dijo hace ya veinte años Juan Luis Cano, uno de los componentes del dúo, “te decía de corrido cómo había sido su mañana, sin alterar el timbre de voz: he ido a comprar los garbanzos, luego se me ha muerto un hijo, después he tenido que salir a la calle a hacer un recado…”