De niño rompí una piedra en la montaña pirenáica y dentro hallé un gran sapo endurecido y hasta ese momento bastante muerto, que me miró con vida renovada (“sus ojos brillaban extrañamente”, como definieron unos excavadores del siglo XIX a uno de estos seres hallado así en Hartlepool, un lugar inhóspito de Inglaterra donde se ahorcó mi inolvidable amigo Gus Robinson). Ya por esa época había leído sobre esos sapos de horrible cuero viejo que algunos mineros encuentran vivos dentro de bloques de piedra caliza, tras permanecer allí sellados casi desde la creación del mundo. Son indiferentes a todo, los únicos monjes de verdad. Permanecen en una especie de existencia aplazada, no gastando energías. No necesitan comer ni beber, pues a veces tienen la boca sellada por la piedra, ni sentir nada. No esta claro que respiren. Como esos “yoguis” indostánicos que aseguran alimentarse sólo del sol, pero sin sol ninguno. No sabemos si en algo sueñan estos sapos, durante su inacabable tiempo: tal vez en que fueron príncipes y algún día besaron a alguna amada que hace mucho es sólo una calavera.
Creí que todo eso era leyenda. Pero allí estaba, verdadero, mi espantoso batracio despertándose de la muerte a la luz que había osado entrar en su retiro, mirándome con lo que Lovecraft definiría como “una inteligencia hostil inferior a la humana, pero superior a cualquier otra en este mundo”. ¿Qué edad tendría eso –dudo si llamarlo animal? Se descubrió hace poco que en el océano hay unos moluscos que se autoregeneran hasta el infinito y no mueren jamás: serían los seres más desgraciados del universo, si es que tuviesen conciencia de lo que les pasa. ¿Quizá ese sapo nació con la roca, estaba ahí desde siempre? Los que quisiéramos olvidarnos de todo los envidiamos. En la Edad Media los hombres de Iglesia ponían estos batracios silentes como fieles guardianes de secretos. Había que tener cuidado: podían ser demonios familiares. Así han quedado inmortalizados por los canteros en las catedrales. A los sapos que se retiraban de las mentiras y las vanidades del mundo y buscaban ocultarse para siempre, se les podían confiar revelaciones, o tesoros. Porque jamás se movían de su sitio. Y, según se creía, una sombra acompañaba para el resto de sus vidas a quienes intentaban saber qué secreto o riqueza escondían bajo su buche.
Ahora pienso si, con mi curiosidad de niño, interrumpí sin querer alguna meditación milenaria de aquel sapo. Si, exponiéndolo a la luz del día, le hice perder el hilo de algo que venía anudando segundo a segundo desde tiempos inmemoriales. Al quebrar su roca, el ser aparentemente muerto (pero vivo) que había en su interior me miró de una forma que no he olvidado. Creo que desde ese día no me van muy bien las cosas.