Se celebra el 40 aniversario de la película “Tiburón” (“Jaws”, 1975). No sé por qué se siguen empeñando en llamarlo “película”. No lo fue para toda una generación planetaria de niños. A los niños nos sentaron en el cine -en mi caso, una matinal dominguera- como un día más, incumpliendo las disposiciones legales porque estaba calificada para mayores de trece y acompañados por adultos. Pero no vimos una película. Fue como si la chiquillada asistiera a un guillotinamiento en vivo no programado, en plaza pública. ¡la cabeza del pescador Ben Gardner, que cayendo de su barquichuela, con los nervios de un ojo flotando, ha rodado por todos los rincones de nuestra mente durante estos cuarenta años! Los que salieron del cine tras “Tiburón” ya no eran los mismos niños: como en las guerras, se habían hecho adultos en minutos.
Hoy no podría medirse el impacto moral porque la cultura de la imagen ha embotado los sentidos. Pero entonces no existía nada de eso. Nos transformamos de niños despreocupados en adultos aprensivos. Empezamos a no fiarnos del agua. En mi caso, no sólo del agua, por un extraño suceso contemporáneo a la idea malévola de Spielberg. Recuerdo que, hacia el año del estreno de “Tiburón” en España, yo ya había renunciado a abandonar mis brazos a los lados de la cama al disponerme a dormir, que era mi postura para coger el sueño. Porque cierta noche, acostándome como siempre el último de la casa, apagué la luz y dejé una mano como siempre lánguida hasta rozar el suelo. Y algo o alguien agarró y tironeó de mi mano bajo la cama. Sin duda uno de mis hermanos, bromista. Pero, desagradado, porque no eran horas para gracias, encendí la luz y ví, sin entender nada, que todos mis hermanos, con los que compartía habitación, dormían tranquilamente en sus lechos. Y bajo la cama no había más que un océano de suelo oscuro. No me quise hacer muchas preguntas, pero hasta día de hoy duermo sistemáticamente con todos mis miembros dentro de los límites del colchón, a salvo.
Tras salir de ver por primera vez “Tiburón”, aparte de permanecer todas las noches, por evitar sorpresas desagradables, dentro del rectángulo del colchón ya nunca más tampoco dejé caer desmayadamente ninguna parte de mi cuerpo en la negrura del mar adentro. “Meterse al mar ya nunca fue lo mismo”, dicen los sociólogos hablando de aquella psicosis planetaria nacida en la isla de Martha’s Vineyard, Massachusetts, hace cuarenta años. Ni meterse al mar fue ya lo mismo, ni en una bañera a oscuras, ni siquiera podía uno estar seguro de lo que había sin luz bajo la cama. No fue lo mismo nada donde se condensara un poco de sombra. Porque ya no tuvimos jamás la seguridad completa de que algo no esperara ahí. Desde “Tiburón” no me mojo los dedos ni en el agua de selz del whisky, en cuanto se pone el sol.