Era todavía el mes de abril cuando saludé por última vez a Eusebio Ramos, el que fue responsable de La Caixa en Murcia y presidente del Círculo de Economía. No fue exactamente un saludo. ¿Cómo preguntar “qué tal estás” a alguien que visiblemente agoniza, que casi todo en él ya no está? Eres consciente de que, en realidad, lo estás saludando en el pasado. Hicimos como si nada ocurriese. Siempre que coincidíamos nos parábamos a hablar de todo, pero de todo era precisamente de lo único que aquel día no se podía hablar. De la eternidad. Él sabía que era la última vez que nos veíamos y yo también. Pero no tocamos el tema. Los caballeros como él nunca se despiden expresamente. Es la última cortesía. “Don´t mention it”.
Colocó su mano, que me pareció muy leve, sobre la mía como se posa la ceniza tras sobrevolar por el aire el brevísimo tiempo de una vida, la suya. No sé por qué me vino a la cabeza la manera en que decían que el escritor Azorín, en su última fase de volverse translúcido, dejaba sus últimas críticas de cine en ABC, asomando su mano descarnada, un puro hueso, por el quicio de la puerta del periódico, como si la asomara desde el panteón. Sentí que la mano de Eusebio Ramos se me había acercado, trabajosamente, desde el quicio de una puerta que estaba a punto de cerrarse para siempre. Estaba tibia, no fría: lo atribuí a la buena temperatura del día. Falleció a la tarde siguiente. He tardado dos meses en preguntar por él. Sabía que habría muerto, pero por alguna razón temía que me dijeran que eso había sucedido con anterioridad a la tarde en que hablamos…
Eusebio era aún muy joven, a pesar de estar jubilado. Hace un año sonó, no sé por qué, para ser Consejero de Economía y Hacienda. Yo lo veía demasiado optimista y lleno de vitalidad como para eso, y él me dio la razón. Un buen responsable de Hacienda es aquel al que persigue una nube situada encima de su cabeza a pesar de que el día esté completamente despejado. Para el jefe de Hacienda perfecto, la vida son tres ratos y cuatro de ellos lloviendo, y en los que siempre se dice que “no” a todo. Este ex banquero, hombre de finuras diversas, siempre tenía una respuesta afirmativa para lo más complicado. Siempre hacía un análisis de tranquilidad, amamantada en largas lecturas de cualquier cosa que cayera en sus manos. No llovía jamás en su discurso. Ni siquiera cuando me lo encontré aquella última tarde, consumido y con la cabeza temblequeante sobre su eje como esos perritos de plástico que antes se ponían en la luna de los vehículos.
Sentado, parecía estar hecho de unos cuantos listones de madera quebrados, con la figura senatorial que él había tenido. Habló del pasado, pero, para mi sorpresa, de un pasado lejanísimo. Ya estaba pasando revista a su vida, en imágenes que le aparecían más claras que nunca. Habló de un día en Liverpool hace cuarenta años, con mi tío Paco. Recordaba haber pasado un mediodía perfecto en su jardín. Insistía en lo del jardín. Me estremecí al acordarme que en Andalucía se le llama jardín al cementerio.
Su última tarde Eusebio Ramos la pasó con el periodista Juan Redondo, amigo y compañía fiel hasta el final. Me pidió que me quedara con ellos aún unos segundos más. Me miró muy lentamente a los ojos, y en los suyos había esa especie de neblina inequívoca que anticipa la humedad del Más Allá: “quiero que sepas que siempre he tenido por tí un gran aprecio”. Aduje prisa a causa de una cita que, naturalmente, no existía. No quería perder mi clásica inexpresividad facial, que se me notara la impotencia y la pena. De haber permanecido un rato más con Eusebio hablando de jardines luminosos y distantes, habríamos terminado perdiendo la compostura y admitiendo que algo no iba del todo bien. En las grandes despedidas, lo único que uno no puede hacer es despedirse.