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Una imitación de la vida

Todo el mundo piensa que la vida de hoy es mucho más veloz que la de cualquier otro momento histórico. Es una convención social considerar que la existencia de antes, la de las reuniones en la rebotica del pueblo del cura, el sargento, el médico, el notario y el alcalde resultaba más apacible. En realidad, era lo mismo que ahora. La vida no ha cambiado. La vida de hoy parece más rápida y estresante no porque ocurran más cosas, sino porque ahora nuestro tiempo se llena cada vez más de naderías importantísimas en las que perdemos todo el día y que imitan a la vida, mientras ésta transcurre por otro lado irremediablemente, sin darnos cuenta. La constatación repentina de que uno ha tirado veinte, treinta o cincuenta años creyendo que vivía resulta demoledora.

La vida de nuestros antepasados, incluidos nosotros mismos con poca edad (somos nuestros propios antepasados), transcurría sin tantas aceleraciones no porque la vida entonces fuese diferente o tuviese otro ritmo, sino porque había menos de todo eso que imita a la vida. Lo que era diferente, y menor, era todo el “ruido” que rodeaba a la vida y era -y sigue siendo- ajeno a ella. Hace siglo y medio los cronistas de entonces se escandalizaban del estrés (no se llamaba así, claro) que introducía en la vida moderna la invención del arco voltaico que hacía que las calles de noche “parecieran estar permanentemente de día”. En toda época se ha considerado que la vida se estaba acelerando peligrosamente. Tras el “boom” tecnológico y la extensión mundial de la sociedad de consumo eso ha aumentado hasta la exasperación.

“Antes había menos cosas”, es otra frase hecha. Efectivamente, pero cosas que nos distraían de la vida. En la vida de verdad siempre han existido las mismas cosas, ni una más ni una menos. Recuerdo, yo mismo, que uno iba a la calle a por un producto determinado y sólo había una marca, que normalmente daba nombre popular al producto. No se perdía una serie interminable de minutos diarios pensando en opciones porque sólo había una opción. La industria del ocio no acogotaba, como hoy, las existencias de la gente, con ese zamarreo permanente de que “hay que hacer cosas”. Se dice eso de que hay que “hay que hacer cosas” no para vivir más, sino para evitar darse cuenta de la vida, no vaya a ser que nos pongamos a reflexionar un instante y advirtamos hacia dónde nos están llevando.

Cuando la vida se llena de cosas que se presentan como irrechazables e inexcusables la que no tiene espacio para respirar es la propia vida. ¡Antes ni siquiera se perdía el tiempo pagando impuestos! Casi no había nada que distrajera del puro transcurrir. La vida, si la despojamos de todo aquello que la sociedad competitiva quiere hacer creer que forma parte de ella cuando es lo contrario, siempre ha sido algo muy parecido a sumergirse en el mar: el tiempo permanece quieto y los que pasamos sin llamar demasiado la atención por él somos nosotros. Conforme nos adentramos en esta era “post-post” de la imagen, nos dirigimos veloces hacia ninguna parte por algo paralelo a la vida y que no tiene nada que ver con ésta, mientras la verdadera existencia transcurre vacía de pasajeros.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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