Cómo no respetar un libro de viajes contemporáneo (“Atlas de islas remotas”, Judith Schalansky, ed. Nordica) cuyo prólogo la sensible autora cierra con esta frase: “una vez que resulta posible viajar alrededor de todo el globo terráqueo, sólo nos queda un reto: permanecer en casa y descubrirlo [el globo terráqueo] desde allí”. El subtítulo es aún más desafiante: “cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré”. Es decir, a lo Emilio Salgari, que describía tan bien los Mares del Sur porque no había estado nunca: los veía desde su habitación en Turín como el cantaor Chano Lobato decía que veía Cádiz desde un balcón de la provincia de Murcia. Los únicos viajes son los interiores. Uno de esos cincuenta lugares en ninguna parte es la que se llamó “Isla de la Decepción”, a casi cuatro mil kilómetros al oeste de Hawaii. La descubrió el portugués Magallanes, adelantado del Rey de España, durante su periplo cósmico. El relato de la Schalansky, que saca todo de diversos autores excepto su gran estilo, contiene una metafísica tan gloriosa como estremecedora:
“Cuando el 28 de noviembre de 1520 por fin lograron alcanzar el océano y tomaron rumbo noroeste, el capitán general Fernando de Magallanes anunció que necesitarían al menos un mes más para alcanzar las Islas de las Especias, pero ya nadie creyó sus palabras. Durante largas semanas no habían avistado ni un solo trozo de tierra, el océano estaba perpetuamente en calma y por ello lo llamaron Pacífico. Era como si se hubieran abierto las puertas del Cielo y navegaran directamente hacia la eternidad. Poco tiempo después, la brújula dejaría de tener fuerzas para apuntar al norte y no habría suficiente comida para toda la tripulación: las galletas no eran más que migas, cubiertas de cagadas de ratón y de gusanos, y el agua potable era un caldo putrefacto y amarillento. Para no morir de hambre se alimentaron de serrín y del cuero con que se envuelve los mástiles para protegerlos de las heladas. Tenían que mojar los pedazos de cuero, duros como una piedra, durante cuatro o cinco días en el mar para lograr ablandarlo, luego lo asaban en carbón y se lo tragaban a la fuerza. Cuando descubrieron que había ratas a bordo, comenzó la cacería. Por un ejemplar famélico se llegó a pagar medio doblón de oro; uno de los marineros se encontraba tan desesperado que engulló una rata cruda, entera, y otros dos se enzarzaron en tal pelea por otro ejemplar que uno de ellos acabó matando al otro a hachazos. Según la ley, el homicida debía ser descuartizado, pero nadie tenía fuerzas para cumplir la sentencia, por lo que lo estrangularon y lo arrojaron por la borda. Cada vez que moría un marinero, Magallanes se apresuraba a envolver el cadáver con una lona y lanzarlo al mar, antes de que sus hombres cometieran canibalismo. En efecto, los supervivientes miraban a los cadáveres frescos con tanta avidez que hasta les sangraban las encías. Cuando por fin, cincuenta días después, avistaron tierra, no encontraron ningún lugar para fondear el ancla y los marineros que llegaron a la isla en botes no encontraron nada para calmar su hambre ni su sed; por eso la llamaron Isla de la Decepción y continuaron su viaje. El escribano del barco, Antonio Pigafetta, anotó: “estoy convencido de que nadie osará emprender de nuevo un viaje tan desesperado como este”.
Qué duda cabe que Magallanes era un facha.