El escritor alemán Goethe dijo cuando contempló Nápoles a finales del siglo XVIII: “ver Italia y luego morir”. Tras tanta belleza, uno ya lo había hecho todo en la vida y ésta podía acabarse. Un siglo después, Melville, el de “Moby Dick”, dijo de los napolitanos que disfrutaban de la belleza de la vida por la conciencia siempre presente de que de pronto podía llegar la huesa y cesar la música: “comed, bebed, alegráos, que mañana se muere”.
Hace unos días fallecía muy prematuramente, sin poder dejarlo para luego, la profesora Concha Palao Calduch, mujer de vasta cultura clásica que siempre quería ver por penúltima vez el sur de Italia. No para después morir, sino precisamente para poder vivir un poco más. Cuando los médicos, tras un chequeo, le decían que aún podría volver a contemplar la belleza como Goethe, respiraba. ¡Una prórroga! Bebía de los antiguos hasta el punto de llegar a escribir como ellos, de forma implacable, como si fuese un helado cronista de la Vida de los Doce Césares, sin ninguna sensiblería moderna. Me escribía al teléfono cosas que me sobresaltaban, como si estuvieran escritas en placas de mármol: “Ser joven es tener un crédito ilimitado concedido alegremente por un Dios. Ser joven es ser el que eres y el que serás. Envejecer es perder ese crédito y verse en el espejo como se es. Ya no habrá más yoes. Los dioses ya no nos conceden crédito, sólo su imagen huidiza”.
A través del clasicismo Concha Palao Calduch llegó al judaísmo. Y del judaísmo llegó a una rara erudición. Era natural del Altiplano de Murcia, pero en ningún momento de su vida adulta dejó de tener los pies metidos en las aguas mediterráneas. Donde otros buscábamos langostas en el fondo ella buscaba el polvillo de huesos de viejos héroes. Ella creía que a Italia o a Grecia había que ir a renacer cada año, no a morir. No se quería ir nunca del planeta: quería llegar a ser una especie de ruina olvidada del Imperio, y que la visitaran sus tataranietos mientras ella se volvía progresivamente un mineral con memoria. Conocedora de su mal, acudía a los autores grecorromanos para que le diesen fe, la que no encontraba en las páginas sagradas. Creía que después de morir no habría otra posible visita a Rodas o Esmirna, cosa que le resultaba inconcebible. La salvación, la perenne contemplación de Dios le parecían poca cosa.
No quería irse mientras pudiese poner la mano, una vez más, sobre una piedra que guardase en su interior temperatura de soles olvidados. Quería que el pasado lejano del Mediterráneo fuera su futuro improbable. Hacía planes. Todos ellos surcaban el mismo Mar.
Su último plan me lo mandó por “whattsap”, unos días antes de fallecer.
“Propósitos del verano:
1. Sobrevivir, porque en caso contrario no hay verano (ni invierno).
2. Revisar toda la filmografía de Powell y Pressburger y quedarme a vivir en ella.
3. Leer a Torres Dulce [N. del A., el ex Fiscal General del Estado], ese hombre maravilloso poseedor de todas las virtudes.
4. Engordar un poco y dejar atrás esta imagen de espectro que arrastro con tan poca elegancia.
5. Planear un viaje al sur de Italia. Si la cosa griega (el desastre griego) se estabiliza un poco me gustaría ir también a la isla de Milos y quedarme allí sin prisas.
6. Dejar de hacer listas de imposible cumplimiento.”
La lista fue de imposible cumplimiento.
Aún hubo tiempo para otro “whattsap”, al borde de la eternidad: “físicamente me siento como una marmota atropellada, pero no pierdo el buen ánimo”.
Tal vez Concha Palao Calduch pueda volver a ver la belleza de Nápoles para luego vivir.
Concha con su esposo y el autor de este diario, brindando con “ouzo” (Península del Pilion, Grecia, septiembre 2007).