En los últimos meses, por circunstancias, creo que he reflexionado más de la cuenta. La reflexión puede ser dañina en grandes cantidades, como beber demasiada agua transparente (de la que no abuso). Quien medita durante excesivo tiempo luego no sabe volver a la superficie. A quien pretende sublimar los pesares de su vida para darles un sentido cuando no tienen ninguno, le es muy complicado corporeizarse de nuevo y volver al exterior. Intenta, sin éxito, disfrutar las sensaciones físicas que tiene todo el mundo. Como el espectro que intenta estúpidamente abrir una puerta cuando pasa a través de la pared.
Hay que tener cuidado con llevar una vida pensativa sin regresar cada día de ese viaje. El inolvidable maestro de Gramática José Perona no hizo nunca caso a este respecto y hace mucho que está muerto. Creía que pensar lo libraba de controlar su tensión arterial altísima, lo libraba de todos las exigencias vulgares del cuerpo. Pensar olvidándose de lo demás llevó a que sus cenizas ya hace años se arrojaran al río Arno, en Florencia. Por reflexionar en exceso entras a la mente y tienes la tentación de cerrar por dentro con llave. Desatiendes al cuerpo. Últimamente me siento indiferente de mi cuerpo, como si fuese de otro. Yo, que iba para “playboy”…
La impresión de ausencia del cuerpo la tenían aquellos ermitaños, anacoretas y elementos asociales que, hace muchos siglos, se retiraban a un lugar apartado. Despreciaban su físico como todo lo perteneciente a la vida mundana y, igual que el que hace una huelga de hambre deja de sentir hambre a los pocos días, aquellos no tenían constancia ni del dolor corporal. Una pequeña herida los mataba porque tan metidos en graves pensamientos no advertían la infección. En los últimos meses siento mi físico como si estuviera separado a enorme distancia y las noticias sobre alguna molestia o placer sensorial llegaran a mi mente siempre fuera de plazo.
Nunca hay que reflexionar sin medida, tratando de elevar las ya demasiadas frustraciones para ennoblecerlas, mientras el cuerpo, sede de la vida vulgar, se te hace borroso y dejas de disfrutar de los sentidos. No quiero que un día a mi cabeza (lo único que mantengo vivo, con intensidad demoníaca) le ocurra lo que dicen que pasó con la de María Antonieta. Que, una vez guillotinada por los revolucionarios franceses y tras rodar en el cesto, movió sus ojos que no querían cerrarse y riñó a su verdugo.