En la Universidad de Murcia, un trabajador se quitó la vida este verano. Por ese miedo tan español a que la información sea mal ejemplo para la sociedad, trató de evitarse que el suceso trascendiera. El trabajador salió de su despacho y se metió en otro del mismo pasillo (que disponía de escalera con barandilla) para alcanzar su propósito. Pero en la puerta de su despacho, al salir, el suicida pegó un “post-it” con sus últimas palabras escritas, como aviso a las visitas que pudiesen llegar en su ausencia: “vuelvo en veinte minutos”.
¿Qué quiso decir con eso de “vuelvo en veinte minutos”? Nadie se atrevió a quitar ese “post-it”, tras que el forense levantara el cadáver. El mensaje ha permanecido meses colgando de la puerta del fallecido. Es la superstición hacia las últimas palabras manuscritas de alguien. De alguna forma, se piensa que poseen un poder oscuro contagioso por el simple contacto. Nadie, por si acaso, rozó el cartelito. Como si fuese aquella tira de pergamino con una maldición (“se le conceden tres días”) que el mago ocultista doctor Karswell pasaba a las manos del escéptico psicólogo Holden en el inolvidable cuento de M.R. James “El maleficio de las runas”…
“Vuelvo en veinte minutos”. No paro de pensar en esas palabras. Por estar desprovistas de sensiblería póstuma y, tal vez, incluso desprovistas de sarcasmo o doble lectura, resultan conmovedoras. La frase de alquien que se disculpa un momento porque se va del despacho arrojando sombra en las paredes y vuelve poco después en forma de corriente de aire frío. Alguien que avisa que regresará pronto, pero ya incorpóreo. Como aquel psicoterapeuta neoyorkino que, en una comedia de Woody Allen, vendía a sus pacientes el típico rollo de que hay que tener actitud positiva ante la vida. Un día, el psicoterapéuta deja un último mensaje misterioso, como el de “vuelvo en veinte minutos”, antes de tirarse al vacío: “he salido por la ventana”.
Resulta improbable dejar una última buena frase para la posteridad. Muchos de los grandes hombres de la Historia se fueron diciendo cosas sin relieve. Nunca dejaron unas últimas palabras inquietantes e imborrables como las del modesto trabajador de la Universidad murciana. A la mayoría les ocurrió lo del poeta Walt Whitman, uno de los padres literarios de Norteamérica. Whitman, sintiendo que le quedaban sólo unos minutos en este mundo, buscó inútilmente una bella sentencia merecedora de mármol, a la altura de su prestigio. Sólo acertó a exclamar: “mierda”.