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Aquel inquietante sonido

En una ocasión, la madre de un amigo de la infancia, que en el pasado fue monja, contó en mi presencia algo extraño a lo que, aseguró, había asistido en su convento, situado en algún lugar de Navarra. Ella había guardado silencio durante treinta años sobre lo que creyó escuchar y ver. Era uno de esos días de mayo del sur, con sol glorioso, y me encontraba junto a algunos alegres camaradas de la juventud. Durante el rato en que habló aquella mujer enérgica, la alegría desapareció. Creímos haber cambiado de estación, y hasta de latitud.

Ocurrió que la celda donde oraba y descansaba una hermana muy bien considerada por las superioras comenzó a emitir suaves cánticos, siempre en unas noches concretas dentro de la semana. Otras veces, las melodías de incierto origen eran sustituidas por una especie de gorgoteo sin cuerdas vocales.

Llegó a oídos del confesor quien, con rostro caído, preguntó a la madre de mi amigo, como lo hizo con otras monjas, si había notado algo fuera de lo común. La mujer contó entonces lo que sabía. Llamaron suavemente a la hermana que habitaba aquella celda que parecía tener cierta vida propia. Una religiosa admirable caracterizada por una fe pétrea y seca en Dios, carente de debilidades. “¿Estás siendo tentada?”, dijo el confesor. Negó, sorprendida, que hubiese nada digno de mención. Siguiendo la sabia inacción a la que se debe la Iglesia, que ha permitido su supervivencia milenaria, se dio por bueno, de forma interina, el carácter inexplicable de los sucesos. La noche entre aquella hilera de estancias monásticas siguió siendo alterada, a veces, por suaves cánticos y sonidos sin alma. La madre de mi amigo creyó ver en una ocasión tres pequeñas figuras casi antropomórficas. “No las vi andar y desaparecieron antes del final del pasillo”.

Ella abandonó pronto el convento y su condición religiosa, tal vez por una afortunadamente pasajera crisis de fe. Años más tarde, ya casada, tuvo el privilegio, durante un viaje a Navarra, de mantener una entrevista con la superiora de su antiguo convento. Se atrevió a preguntar qué había sido de la monja que había motivado aquella gran alteración de la rutina. “Un día encontramos su celda vacía y nadie ha vuelto a saber de ella”. Que hubiese huido sin llamar la atención de nadie era una explicación dudosa, pero no imposible. Aquella religiosa ejemplar carecía de familia cercana que la esperase fuera. No tenía nada. Nada salvo lo que parecía una pétrea y seca fe en Dios, carente de debilidades.

No puedo certificar si la historia es verdadera. Sí puedo asegurar personalmente la autenticidad de su epílogo, mucho tiempo más tarde. Con la pérdida de la juventud, los amigos, como suele suceder, dejamos de tratarnos. Una lejana tarde encontré a la madre ex monja de aquel camarada de la infancia, ya anciana, en la sección de licores de un hipermercado. La mujer, que había tenido tanta energía, sufría de algún mal y emitía un especie de sonido horrendo, que ni antes ni después he vuelto a escuchar. No pude evitar pensar que el relato de lo vivido en el convento, hacía tanto, había regresado al final de sus días de espeluznante forma y en carne propia, dando la razón a lo que cantaba el Trío Calaveras de México: “Yo no temo a la muerte/ más le temo a la vida”.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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