La Providencia permite, en su infinita misericordia, que las desgracias le vengan a la gente de tres en tres. Nunca ocurre una gran desgracia por separado. Eso dice la cínica creencia popular, y es bastante cierto. Las desgracias de la vida llegan en grupo, como los conocidos que se mueren durante los veraneos (algún día habrá que analizar por qué la gente a cuyo entierro debemos acudir insiste en morirse en agosto). Eso no es señal de una perversa decisión del Destino. Al contrario. Es señal de que hay algo de bondad en algún lugar de este Universo indiferente. Si las desgracias pasan de tres en tres es precisamente para que dos de ellas nos duelan menos. La mente humana sólo está preparada para atender a un gran dolor cada vez. De otro modo, y aún en los espíritus más templados, algo hace “click” y la mente queda inservible.
Hay una voluntad que gobierna el Universo que en el fondo se apiada mientras permite que sus criaturas queden destruidas, pero no demasiado deprisa. Por eso nos ocurren varios desastres en la vida con muy poco tiempo de separación. “Todo se junta”. Menos mal que se junta. Si nuevos dolores se unen al preexistente, los sentiremos como menores, abrumados como estamos por el primero. Los sentiremos, los dolores, como más pequeños de lo que nos parecerían si éstos ocurriesen durante un largo período dichoso de nuestra existencia -si es que alguna vez alguien ha disfrutado de un largo período dichoso-, cuando un dolor aislado aparecería como un insoportable mazazo. En cambio, si varios insoportables mazazos se juntan es como una paliza: a partir del segundo golpe sentimos menos, la piel se duerme. Así vamos tirando.
La providencia suele permitir que las malas rachas no sean malas sino horribles. Los grandes males juntos no son más sino menos. Hacen menos bulto. La abuela de un íntimo conocido enterró por epidemia, como no era infrecuente hace un siglo, tres hijos en tres domingos consecutivos. Quedó muy disminuida durante años, pero no totalmente devastada. El espacio en la mente para sentir pesadumbre es siempre limitado. Cuando se supera ese límite, viene una especie de “pasotismo” fatalista. Demos gracias de que sea así. Enviándonos muchas desgracias a la vez sin tiempo para reaccionar ante ellas, se nos permite que nos hundamos, pero con un orden. Caemos al abismo en un suave planeo. No caemos a plomo.
Recuerdo que al acercarme a los 40 no sentía en absoluto la famosa crisis que viene con esa edad, porque estaba demasiado ocupado en atender otras crisis preexistentes. “Me preocuparé por ir a cumplir 40 cuando me lo permitan las preocupaciones”, decía. Un “annus horribilis” donde todo salga mal es preferible a que no nos ocurra nada durante muchos años, pero experimentar cada día de esos años un espantoso miedo al momento, inevitable, en que pasará algo.