Ver un amanecer está sobrevalorado. Pascal decía que los males del hombre vienen de no saber quedarse en casa. Pero, dentro de casa, concretamente yo creo que vienen de no saber quedarse en la cama a tiempo, sin pretensiones. Sin salir de ella para contemplar cómo amanece. Para lo que hay que ver… Desde niño he tenido una sensación convaleciente a esas horas, de una terrible confusión. Con esa molestia del murciélago que, apenas ha descabezado un sueñecito al terminar la noche, despierta la asistenta para abrir la habitación al aire picante y pasar el plumero por su féretro.
No entiendo a esa gente que antes del primer rayo de luz ya reparte sonrisas a gentes borrosas y menos entusiastas que a esas horas no desean recibirlas. Sonrisas que se sienten como las duchas heladas que recibíamos al canto del gallo en los retiros espirituales del Opus Dei, para alejar a nuestros demonios (a mí me los acercaban, la presencia del mal se anuncia siempre con un soplo frío). Siempre he pensado que los amaneceres suelen gustarles a aquellos que tienen un excesivo miedo a no despertar.
Cuando pienso en la estremecedora palabra “amanecer” no me aparecen aquellos (pocos) que he tenido que contemplar desde alguna perspectiva espectacular del planeta. Como arquetipo de amanecer, imagino uno concreto y modesto en Inglaterra, cuando era niño, simplemente mirando por una ventana fría. A las cinco de una ventosa mañana vi a un sacerdote con aspecto perfumado, alegre ante sus obligaciones tempraneras, que cortaba una convencional rosa para decorar la primera misa. Ahí está, en cada palabra, lo que significa amanecer. ¿A qué tanta alegría? ¿Dios elige a sus favoritos ya desde bien por la mañana? Llegaré tarde a esa selección.
Me resulta molesta la sensación de que cada vez que amanece se empieza a iluminar un mundo larvario, sin recuerdos del día anterior, sin remordimientos. Tanta falsa inocencia me asquea. Por el contrario, el atardecer es el desesperado intento de las altas reflexiones y arrepentimientos del mundo, cada vez más débiles, por agarrarse aún al paisaje, sabiendo que es inútil.
El rayo de luz que prefiero es el que llega del horizonte que no se ve, cuando ha atardecido del todo. Esa última claridad describe una trayectoria cóncava, viene de una parte del firmamento que ya queda fuera del alcance de la mirada rectilínea, cuando el sol se ha puesto. El rayo de la tarde cuando ya es noche. Esa especie de último cálido apretón de mano de una persona que ha fallecido el instante anterior, pero que, cuando dio la orden a su brazo, aún vivía.