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Las chicas de mi planeta

Cuando era adolescente evitaba el trato con las chicas que no me hacían ningún caso, refugiándome en la idealización de la mujer que encontraba en los libros franceses o rusos de finales del siglo XIX. Un delicioso mundo interior, alternativo a la frustrante realidad que me rodeaba. Este mundo estaba compuesto por delicadas chicas de París o San Petersburgo, descritas de forma naturalista, que siempre tenían “blancos senos palpitantes” y que se dirigían a sus numerosos amantes con notas perfumadas donde rezaba este elegante encabezamiento: “mi querido señor: estaré libre de tres a cuatro de la tarde. He dado suficientes distracciones a la criada; no nos molestará. Acuda por calles poco concurridas”. Chicas que cenaban en reservados de restaurantes a los que no entraba el camarero a no ser que se tirara expresamente del bordón de la campanilla. Eran todo lo que uno podía desear. Lo que mi madre siempre quiso para mí. Y si no mi madre, desde luego lo que quise yo.

Tras haberme acostumbrado a las formas de expresarse y desenvolverse de aquellas señoritas decimonónicas en los libros que me educaron sentimentalmente, ¿cómo tolerar muchos decenios más tarde la perrera de las redes sociales? Ese zamarreo, el colegueo, el igualitarismo, el becerrismo, la insolvencia espiritual de tanta divina, la ausencia total de consistencia. Siempre he creído que los que en realidad buscamos princesas azules somos los hombres. De un tono concreto de azul.

Los libros viejos me contaminaron de idealismo respecto a la mujer, del peor de los idealismos: el de un tipo femenino profundamente europeo que existió realmente, al alcance de la gente de países que habían tenido revolución cultural y burguesa. Chicas de gentileza exquisita y disipación igualmente exquisita que apreciaban todo lo bueno de la vida. Aquellas chicas decimonónicas por ejemplo de Maupassant, a las que llegué tarde yo y a las que llegó tarde España. No me arrepiento de haberme engañado. Quien a los quince años no quiere asaltar el Cielo, no tiene cabeza.

No he buscado mujeres que se parecieran a mí, contra lo que dicen que el enamoramiento es “verse reflejado en el otro”, sino mujeres que se parecieran a aquellos libros. Ha sido una actividad continuamente melancólica. Lo único que he encontrado es que la novelería en realidad es cosa masculina: la mujer es terrena y es el hombre el evanescente. La mujer es el ser para este mundo y el hombre no termina de estar cómodo en él nunca. Descubrir esta terrible revelación me dejó muy desorientado. Las “mujeres reales” no son esas que dice la publicidad de moda de tallas grandes. Mujeres reales que son como las otras, pero con sobrepeso. Las mujeres reales de verdad son las que no se elevan a abstracciones ociosas, las antirrománticas, las que se juntan a hablar interminablemente de las cosas de sus niños y lo consideran apasionante, las que se dedican al arte de lo posible. Que luego digan que son románticas es un misterio irresoluble. Sospecho que es por la idea impuesta desde fuera que tienen de ellas mismas. Los románticos somos nosotros. No hay romanticismo sin autodestrucción.

Sé que esta es la realidad. Sin embargo, me niego a resumir la única posible relación galante entre un hombre y una mujer como lo hacía el escéptico Josep Plà, que consiste en “pagar, pagar y pagar”. Hay algo incorregible dentro de mí que aún cree en la chica libresca tomada con detalle del natural que un día paseó por los bulevares. Es una ensoñación en la que aún me refugio, como cuando era adolescente, para huir de un mundo del que no he dejado ni un solo momento de intentar escapar. No dispongo de nave para volver a mi planeta.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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