Pienso prácticamente cada noche en la muerte. Ni con temor ni con alivio. Más bien con indiferencia, como asistiendo a ese suceso desde fuera. Indiferencia al menos por el momento, que aún no me duele nada. Aunque vaya entrando en la edad de las malas noticias.
No es un pensamiento voluntario, el de especular con una desaparición que siento que no está demasiado lejana… Simplemente mi cabeza acaba ahí, sin pretenderlo. No es una decisión consciente la que tomo para, ya muy tarde, cuando todos duermen, saltar la verja del jardín metafísico y caer al otro lado sin ruido, como sobre el césped húmedo de un terreno vedado e inacabable. Creo que hago eso desde mi infancia. Me estimulaban la mente las películas de terror sobrenatural, que desde el preescolar veía desde la rendija de la puerta del salón y ya encontraba irresistiblemente divertidas. Supongo que yo era uno de esos niños de tierna mirada fija con los que un adulto no quiere encontrarse en un camino demasiado solitario.
Siempre me he sentido un tanto ajeno a todo aquello en lo que la gente se afana. Durante toda mi existencia adulta he tratado de forzar mi naturaleza para hacer lo que los demás hacen normalmente. He resistido todo lo que he podido a esa querencia mía a marcharme, en mi imaginación, del mundo. He tratado con esfuerzo de vivir la misma realidad corriente –y percibo que también gratificante- de los otros. Sin mucho éxito. A veces me están hablando sobre poner lavadoras y mi cabeza no puede dejar de pensar si más allá de las infinitesimales partículas existe materia o sólo ondas. Considero que saber programar la lavadora es lo importante. Pero cuando me trato de concentrar en lo inmediato y poner la mente en blanco para hacer algo práctico me detengo tanto en el tono concreto de blanco que deberían abofetearme para despertar. Hace poco quise viajar en el último cercanías hasta Lorca y, sin advertir que iba en dirección contraria, tuve que pasar la noche en Alicante. A donde estoy llegando en realidad es a cualquier lugar al que no me dirijo.
Pero la idea sobre la muerte acude puntual, me busca cuando estoy en otra cosa, no por dejar vagar perezoso la mente, uno de los mayores peligros para la santidad del cuerpo, según me enseñaron mis directores espirituales del Opus. No soy hombre que tenga fe en nada preciso, tras el cese de funciones orgánicas. No llego a certeza alguna. No sé nunca lo que voy a hacer después de morirme, como tampoco sé nunca tampoco lo que voy a hacer durante las fiestas. No soy bueno organizando nada. Si no soy capaz de idear un plan de fin de semana para escaparme de los quinientos metros a la redonda en que transcurre mi vida, cómo voy a pensar en organizar mi agenda cuando pase a disgregarme en el Universo.
Pero nunca siento el desaparecer como la puerta a la nada. Mis pesadillas han tenido, toda la vida, el mismo contenido: la impotencia de no poder intervenir en algo decisivo. Y la inmensa y, a la vez, suave tristeza que deja eso. Sin embargo, por alguna razón no pienso en la muerte como incapacidad, sino como una especie de banda ancha metafísica de alta velocidad, libre de toda sensación de impotencia o pérdida. Tener la facultad de recrear o alargar a voluntad, desde todos los ángulos posibles, cualquier cosa que haya existido y existirá. Volver a aquella vez que mastiqué, al pasar en un pesquero polar, iceberg azul procedente de lluvia caída en la época de los dinosaurios, poder introducirme en la realidad aumentada de la última molécula de ese azul. Y conocer qué hay tras ese celeste comprimido…