Todos tendemos a pensar con frecuencia que una acción concreta, un día en que elegimos hacer una cosa y no otra, dirigió nuestra vida. La determinó normalmente para mal. Por eso le damos muchas vueltas, tantos años después, tratando de volver al instante en que optamos, sin fijarnos, por agarrar la pajita más corta.
Buscamos ciertas elecciones de nuestra voluntad para explicar por qué tomamos el camino equivocado que nos llevó hasta una cierta desgracia. Eso nos procura un sorprendente alivio perverso: al menos tuvimos una oportunidad. El mundo está bien; los que no lo hicimos bien somos nosotros. Somos culpables del derrotero posterior, y la pena nos está bien empleada, por atolondrados. El lamento por nuestra mala cabeza y su condena merecida alivia perversamente a las personas, como aquel que ha cometido un crimen y se entrega a la policía sintiendo una inmensa paz, creyendo que con su castigo repara el buen orden del Universo. Pero… ¿y si se descubriese que no tuvimos ninguna oportunidad, en realidad? ¿Que las cosas ocurren de todas formas sin elección por nuestra parte, es decir, que aunque hubiésemos tomado el otro camino habríamos acabado igual?
Eso sería algo desolador para nuestra arquitectura mental. Nos encontraríamos sin asideros, completamente a merced del más puro imprevisto. Despojados de la libre elección, del libre albedrío para optar entre lo acertado y lo erróneo. Sería terrible pensar que, en todas aquellas ocasiones en que nos encontramos dos caminos y tomamos el que no era, en realidad no eran ninguno de los dos. Y de ser tres, que para nosotros no fuera acertado ninguno de los tres. ¿Hay mente que soportara enfrentarse a eso, conocer que en la vida hay numerosos callejones sin salida a los que ninguna decisión nos ha conducido, y de los que en realidad no hemos salido aunque nuestro cerebro haya creado la ilusión de que sí para poder sobrevivir?
A las personas nos resultaría insoportable enterarnos de que la palabra, la acción o el gesto que vemos como acertados con los ojos de hoy, los que añoramos no haber dicho o hecho, nos habrían conducido exactamente al mismo punto donde ahora estamos. Que nunca tuvimos ninguna opción. Que es así cómo nos lo representamos para que el transcurso de la vida, sobre todo la desgraciada, se nos haga más soportable. La mente humana no está preparada para saber eso, nos supera. Como no lo está para comprender el concepto de infinito o el de eternidad.
Y sin embargo, para mi consternación, la neurociencia avanzada está a punto de demostrar esto. Demostrar que en nuestra vida llegaremos siempre al punto que viene predeterminado por nuestra herencia genética interior y por las condiciones exteriores objetivas. No por nuestra voluntad. Que no tenemos esa libertad de elegir. O lo que es lo mismo: da igual que acertemos o erremos al encontrarnos una bifurcación aparentemente determinante en nuestra vida. Todos los senderos, los acertados y los equivocados, los que tienen miguitas de pan diseminadas y los que no, nos devolverán al final al mismo punto. Al que no podíamos no llegar. Por ejemplo, una mujer con quien creía tener una vinculación humana muy especial desde hace años decidió de pronto, hace unas semanas, cortar toda comunicación conmigo, achacándola a una desvaída frase por mi parte. En realidad, ese cese total de comunicación no tuvo causa alguna. Fue porque sí. No estamos preparados para conocer esa verdad. No estamos preparados para no tener asideros fácticos que nos consuelen.
En la mayor parte de ocasiones, y salvo aquellas misteriosas vidas que parecen tocadas por el dedo de Dios e impulsadas por su divino soplo, esto quiere decir que, para la gente corriente, todos los caminos serán los equivocados. Y que el punto de llegada es el mismo que el de salida, al que nos acabará devolviendo la marea.