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Tirar la vida

Mi madre me recomienda arrojar a un contenedor todas mis cosas queridas, que ella llama enredos, o directamente “mierdas”. “¿Qué has hecho al final con tus mierdas”, me pregunta algunas veces, con cara de que le llega, racheado, un cierto aroma de lo que he ido atesorando con amor a lo largo y estrecho de mi vida.

Cuando me quejo de que todo lo que arrastro no me cabe en ninguna casa de proporciones normales, ella me dice que me desprenda de lo que no sirve para nada. “De lo que no quiero”. Ella, como madre que sabe lo que es mejor para mí, decide qué es lo que no quiero. Casualmente, todo lo que simboliza algún capítulo querido de mi existencia. Mi madre sólo pone cara de cierto interés si le digo que son cosas sentimentales pero con cierto valor de mercado. “Bueno, pueden ser mierdas de cierta consideración”, debe admitir, intrigada.

No obstante, si fuese por ella, me tiraría a la basura cada día de los que he vivido. Qué digo, si ya lo ha hecho: haciendo desaparecer de la casa familiar cualquier recuerdo físico, excepto algunas pocas fotos, de aquellos que un día la rodearon. Mi madre debe creer que tener en su casa cualquier recuerdo de gente que ya no está es como esa leyenda inglesa de las calaveras aullantes, que se quejaban si alguien las tenía sobre su escritorio porque exigían ser enterradas… Para mi madre cualquier calidez del pasado hay que mandarla enterrar, para luego quedarse ella aireada en su limpio mausoleo. Es muy posible que así se sufra menos.

La memoria se debilita, los objetos no. Mis objetos siguen inalterados al mismo tiempo que mi realidad se ha ido desmaterializando. Son pequeñas cápsulas que encierran lo transcurrido, para que no escape del todo. Queda mucho menos de mí en mí mismo que en mis cosas. Todos nos vamos quedando como la vieja carcasa vacía de una cigarra, pegados a un árbol esperando la primera brisa que nos haga crujir. Llega un momento en que todo lo que explica nuestra vida está en nuestras cosas, y a través de ellas se puede trazar un itinerario fiel de lo que un día pensamos y lo que amamos.

Los objetos que nos han definido conservan algo de nuestro soplo vital. Si se sacaran a la luz las seis botellas de whisky de Kentucky que metieron en el ataúd de Errol Flynn, comprobaríamos que ese “bourbon” encerrado brilla ahora con el aura que según todos tenía el actor. El día en que murió una tía abuela, y antes de que arramplaran los deudos, me llevé unas cuantas primeras ediciones de una biblioteca irrepetible de la que el poeta Guillén, el del 27, había exclamado por carta: “¡que no se pierda!”. Tuve la sensación abrumadora de que estaba cargando con lo último vivo que quedaba en aquella casa.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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