Conservo en la mesita de noche, desde hace años, un osito de azúcar con un corazón en el centro. Reunir las palabras “corazón” y “azúcar” en un mismo texto me es desagradable, pero en este caso también necesario. Una chica me ofreció esa simple chuchería como símbolo de un sentimiento trascendente, la tarde en que nos conocimos. Esa trascendencia fue, por supuesto, intrascendente.
No es más que una tontería para niños envuelta en papel celofán. Ni siquiera tenía aspiraciones de regalo. No alcanza la dignidad un poco espeluznante de las flores secas entre los pliegues de una carta. O de esa famosa margarita recién cortada que una niña regalaba al monstruo del doctor Frankenstein antes de que ésta apareciera ahogada en el lago. Pero esa extrema humildad de la ridícula figurita, su fabricación industrial, ese patetismo es lo que me ha ido traspasando el alma de forma misteriosa. Trataré de conservarla a mi lado para que me sobreviva.
Lo sé, nadie conserva un caramelo como antes se guardaban en sobres los mechones de pelo. Pero para mí tiene un significado. Preside todas mis noches. Me hace reflexionar sobre los pocos días felices de mi pasado. Un pasado que para mí es siempre presente y futuro, como ocurre en todas las personas de mi temperamento. Es un pequeño altar como los que tenían los romanos en su “domus” como recordatorio permanente de los seres que ya no estaban. El ser que ya no está soy yo. Trato de recordar la ilusión que tenía en aquella fecha. Pero, igual que un dolor siempre se recuerda como observándolo desde fuera, por la incapacidad de nuestra memoria para grabar esa intensidad, así también pasa con cualquier éxtasis emocional. No podemos reproducirlo sino muy vagamente.
Tengo un conocido que aún guarda un botón arrancado cuando era niño, con desesperación, al abrigo de su padre ya fallecido, una mañana que éste lo reencontró tras haberlo perdido por la calle. Si perdiera ese botón, a mi conocido le costaría levantar cabeza. El osito de azúcar me traslada a un día lejano de mi existencia que tal vez para mí nunca terminará de pasar. Mi vida me aleja físicamente de ese día igual que los planetas del lugar exacto del Universo donde empezaron a existir. No me puedo aferrar a ningún punto. Como escribía Poe en aquél poema en que, a pesar de apretar la arena en el puño, no podía jamás salvar de la marea ni un solo grano…
Todo lo que hubo en aquel concreto día ya no está. Excepto ese inexpresivo oso de azúcar. Es sorprendente cómo las más pequeñas cosas contienen la esencia encerrada de lo decisivo, y no las grandes. Lo que queda de todo es siempre aquello en lo que no habíamos reparado.
Mi tiempo posterior, y el anterior, son grises capas concéntricas en torno a aquel día. Ese día desembarqué en un bajío en cuya superficie de agua jaspeada brillaba un sol de esperanza fugaz, pero absolutamente rodeada de sumergidos precipicios cortados a pico. El osito sonriente se ha consumido un poco, su cándida blancura hace mucho que adquirió un tono sepia y a veces creo observarle la expresión de una calavera.