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Las horas

De entre la obra mayor del escritor Josep Pla me quedo con uno de sus libros tenidos por menores, no especialmente considerados por la crítica y el público, llamados “alimenticios” (es decir, que le servía al autor para tener qué comer), hoy descatalogado en castellano. El más misterioso de todos los que hizo, sobre cuyo “segundo nivel de lectura”, salvo error, no ha hablado nadie. Se titula “Las horas”.

Se lo ha tenido por una apresurada recopilación hecha por el editor Josep Vergés de textos publicados en prensa sobre observaciones de la naturaleza del país del Ampurdán típicas de Pla. Pero, al leerlos seguidos y cronológicamente, siempre he sentido un escalofrío, y no esa comodidad provincial de los libros “costumbristas”. Ya sé que hablar de libros es aburrido, pero hay unos pocos con una inesperada vida secreta en su interior, que cuando se descubre lo dejan a uno sumido en graves reflexiones. Como si por debajo de las letras de tinta existiese un segundo texto con marcas de agua sólo visibles cuando se pasan por el fuego. No llama especialmente la atención, aparte de lo bien escrito que está, hasta que uno repara en “lo otro”. En lo que va goteando en el alma.

En apariencia, en la superfie de lectura, no es más que la descripción de las festividades, los fenómenos atmosféricos, el canto de los distintos pájaros y lo que crece en los bancales prepirenaicos. Un recorrido completo por el año solar. Puede parecer como un vulgar “calendario zaragozano” de un escritor gigantesco y malicioso. Pero, en realidad, se trata de un texto más bien espeluznante que no hay que leer estando solo en casa. En él puede escucharse el marcapasos de ese viejo reloj de pie del salón que siempre creímos parado pero que, a veces, marca algún acontecimiento imprevisto que aún no conocemos, con las manecillas en una disposición diferente a la que tenían.

Este tipo de libros es extraño aquí, pero relativamente frecuente en la literatura anglosajona. Por supuesto, en la sección de esoterismo, no en la de agricultura. El culto a las fases y ritos rurales encerrados en el año está muy presente en los libros sobre observación pagana de la naturaleza. A veces, incluso, una naturaleza contemplada de forma declaradamente naturalista y no mística, como ocurre en este caso.

El texto no es lo que pudiera parecer en una lectura apresurada. Siempre he tenido la sensación de que aquí hay mucho más que la mirada bajo la boina del payés, del agricultor del Ampurdán, del pequeño hacendado que, según decía, le hubiese gustado ser al inmenso escritor de “Las horas”. Efectivamente, las horas van cayendo con un peso algo opresivo conforme leemos. Uno tiene la sensación de una rueda dentada que no se detiene. La rueda dentada del tiempo a la que se adaptaba mejor la cultura rural, que nunca dejaba de pensar en el final, pero que a los urbanitas nos espanta.

La elección del título no me parece inocente, como nada en Pla. No lo llamó “Las estaciones”, no “Las épocas”, no “Los días”: para hablar con todo detalle de cómo se siente llegar el otoño o la irrupción de los primeros espárragos lo llamó, y es exacto, “Las horas”. Tomé por costumbre hacer de este libro un rito anual de relectura. No hay nada que me haya hecho más consciente del paso del tiempo, la vuelta a empezar que en un momento inesperado se detiene para siempre. La ausencia de énfasis de Pla, el silencio entre párrafos… Siempre me da algo de aprensión llegar al capítulo de mayo, al que el escritor le da un imprevisto tinte siniestro porque, asegura, muchos de sus amigos se han suicidado en ese mes, instigados por las más bellas y optimistas condiciones atmosféricas.

Este libro de “Las horas” me deja cada año contando los segundos.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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